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Por aquí colgaba á guisa de pendón, una pieza de lanilla encarnada; por allí un ceñidor de majo; más allá ostentaba una madeja sus innumerables hilos blancos, semejando los pistilos de gigantesca flor; de lo alto pendía algún camisolín, infantiles trajes de mameluco, cenefas de percal, sartas de pañuelos, refajos y colgaduras.

No cupo mayor pompa en el escenario en que se representan esas farsas en honor de las notabilidades de alquimia, y todo se hizo ajustado al más solemne y ostentoso ceremonial: la exposición del cadáver en la capilla ardiente, entre largos blandones y negras colgaduras de tosca bayeta; el triste clamóreo de la prensa periódica rindiendo «el último tributo de justicia al prócer insigne, al varón íntegro, al padre amoroso, al ciudadano ejemplar, al celoso representante de la patria, al protector generoso de las artes y de las letras, al orador de honrada palabra», etc., etc., y haciendo la pintura de su muerte inesperada, con descripciones minuciosas de lugares y accesorios, y con glosas y comentarios de los elogios que momentos antes del triste suceso habían dedicado al aún vivo personaje los hombres más «conspicuos» de la política, de las armas, de las letras y de la banca; el simbólico catafalco, cargado de emblemas y atributos, tocando casi en las bóvedas del templo, entre una hoguera de luces sobre ricos y enormes candelabros; las naves atestadas de «mundo»: allí los vistosos uniformes de las más altas jerarquías políticas y militares; allí la severa etiqueta civil, las gentes de la aristocracia y de los «salones elegantes», y allí, en fin, en apretados grupos, las matronas del «gran mundo» ricamente ataviadas de negro, con la mirada repartida entre el devocionario y la concurrencia, agitando maquinalmente los abanicos mientras, desde el coro, llenaba de resonantes armonías los ámbitos de la iglesia, la mejor capilla de Madrid.

Y así llegaron los cuatro ciegos al palacio del rajá, que era por fuera como un castillo, y por dentro como una caja de piedras preciosas, lleno todo de cojines y de colgaduras, y el techo bordado, y las paredes con florones de esmeraldas y zafiros, y las sillas de marfil, y el trono del rajá de marfil y de oro. «Venimos, señor rajá, a que nos deje ver con nuestras manos, que son los ojos de los pobres ciegos, cómo es de figura un elefante manso.» «Los ciegos son santos», dijo el rajá, «los hombres que desean saber son santos: los hombres deben aprenderlo todo por mismos, y no creer sin preguntar, ni hablar sin entender, ni pensar como esclavos lo que les mandan pensar otros: vayan los cuatro ciegos a ver con sus manos el elefante mansoEcharon a correr los cuatro, como si les hubiera vuelto de repente la vista: uno cayó de nariz sobre las gradas del trono del rajá: otro dio tan recio contra la pared que se cayó sentado, viendo si se le había ido en el coscorrón algún retazo de cabeza: los otros dos, con los brazos abiertos, se quedaron de repente abrazados.

Una irradiación misteriosa estremecía en torno de ellos lo ignorado. La niña miró con extrañeza los muebles y las colgaduras, toda aquella vejez, toda aquella podredumbre; luego púsose a observar uno a uno los retratos.

Se comprende que el templo del protestante no es lugar de fiesta mundanal ó de espectáculo, sino de recogimiento solemne; que Dios no es allí el actor de formas humanas impíamente rebajado á figurar en un teatro lleno de colores, colgaduras y cuadros de pintura, sino un poder invisible y supremo, adorado con infinito respeto, y tan grande, tan inefablemente bello, que no puede ser representado, porque no hay en el mundo nada que se le parezca, excepto el alma del hombre, partícula misteriosa de un poder inescrutable.

Era el comedor lo que se llama «un ascua de oro»; expresiva metáfora en que cabe cuanto el lector pueda imaginarse en profusión de luces sobre lámparas y candelabros de ricos y variados metales, vajillas estupendas, cristalería de inverosímil nitidez y ligereza, vasos de porcelanas valiosísimas cargados de raras flores; en fin, lo mejor entre lo más caro del profuso acopio de que se dio cuenta en otro lugar de este relato, y lo adquirido después a peso de oro, destacándose sobre fondos obscuros, salpicados de brillantes toques metálicos, e interrumpidos en cada puerta por los desmayados paños de las pesadas y ricas colgaduras.

Los demás, sobre todo los hombres de iglesia, bajaban los ojos e inmovilizaban el semblante. A la menor interrupción no faltaba quien entremetiese otro asunto. Cualquier futileza era bien recibida, con tal que evitara, a los más, la inquietud de aquel verbo incendiario de Bracamonte que agitaba las más graves cuestiones, a modo de encendida antorcha que golpeara a lo largo las añejas colgaduras.

Los balcones estaban adornados con antiguas colgaduras de sólidos colores, las bocacalles vomitaban sin cesar nuevos grupos en el compacto gentío, y los pájaros que anidaban en los árboles del Mercado huían ante la granujería que, montada en las ramas, silbaba y gritaba a los de abajo, con la confianza del que está en su propia casa.

Un día de San Francisco no puso colgaduras en los balcones del Casino el conserje. Ronzal, que era ya de la Junta, quiso arrojar por uno de aquellos balcones al mísero dependiente. ¡Señor gritaba el conserje si hoy es San Francisco de Paula! ¿Qué importa, animal? respondió Trabuco furioso . ¡No hay Paula que valga: en siendo San Francisco es día de gala y se cuelga!

Engalanadas con colgaduras ostentaba sus casas el pobre suburbio de la Riberilla: quién había destinado a manifestar su civismo la colcha de la cama, quién las cortinas de la humilde alcoba, quién una sábana o mantel. Al ingreso de la barriada se alzaban arcos de triunfo, entretejidos con ramaje.