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Venturita avanzó hasta la puerta. Es la cocinera que pasa dijo volviendo en seguida. Me parece que estamos mal aquí. Cualquiera; eso es lo de menos... Pero, en fin, si no estás tranquilo, podemos ir a otra parte. Vamos al salón. Vamos. No, quédate aquí un momento; yo iré delante.

La imagen gentil y graciosa de Venturita, presente al recuerdo; el fuego de sus ojos que aun le relampagueaba por el alma; el dulce contacto voluptuoso de sus cabellos de oro; el demonio, en fin, le retenía. Gonzalo era un hombre sano de cuerpo, de músculos poderosos, rico de sangre, pero muy pobre de voluntad. Los diablos temen más a los temperamentos exhaustos que a los opulentos como el suyo.

Hay que advertir que algunas de ellas la tuteaban por haberse conocido de niñas. Es muy frecuente en los pueblos. Señorita, en estas sábanas tan finas se va usted a resbalar. No será ella sola la que resbale. ¿Verdad, Cecilia? ¡Anda, picarona, que buen mozo te llevas! No lo llevará tan guapo Venturita. ¡Quién sabe! replicaba ésta.

Parecía presentir el disgusto que se cernía sobre su cabeza. Venturita colocaba los bastidores en un rincón y los tapaba con un lienzo, arreglaba las sillas y arrastraba la cesta de la costura a un lado para que no estorbase. Avisa que traigan luz dijo doña Paula. ¿Para qué? respondió la niña sentándose en una silla baja a su lado. Ya está todo arreglado.

Aquí no debemos estar; nos pueden ver. Ven conmigo dijo Venturita tomándole de la mano y conduciéndole al través de los pasillos hasta el comedor. Gonzalo se sentó en una silla sin soltar la mano. Creí que no te volvía a ver hoy. ¡Qué geniecillo tienes, chica! le dijo sonriendo. El semblante de Venturita se obscureció. Si no me lo irritasen a cada instante, no lo tendría.

Deseaba advertir a su esposa que le disgustaban las conferencias con el Duque, sus apartes, sus muecas y sonrisas que iban ya tomando carácter de verdaderas coqueterías. Pero conocía por experiencia a Venturita, y se temía a mismo.

Era una mujer, una verdadera mujer, no tanto por la estatura, como por la redondez y amplitud de las formas, como por la firmeza singular de su mirada y cierto brillo malicioso que la acompañaba. Examináronse ambos como dos extraños de una rápida ojeada. Gonzalo le dijo por lo bajo a doña Paula: ¡Qué cambio el de Venturita! Es una joven preciosa. Por bajo que lo dijo la niña lo oyó.

Cuando bajó el telón, un anciano encorvado, con luenga barba blanca y gafas, se acercó arrastrándose más que andando al palco de los de Belinchón. ¡Don Mateo! Imposible que usted faltase exclamó doña Paula. ¿Pues qué quiere usted que haga en casa, Paulita? Rezar el rosario y acostarse dijo Venturita.

¿Cómo está doña Paula? ¿Le ha desaparecido la rija del ojo? ¿Y Pablo? ¿Continúa con la misma afición a los caballos? ¿Y Venturita? A todas sus preguntas respondió el señor de Belinchón con monosílabos. ¿Sabes, Gonzalo dijo parándose de pronto, que por un poco me mato ahora mismo? ¡Cómo! Le contó con prolijidad el percance del muelle. Terminado el relato, cayó en una profunda consternación.

Tío respondió Gonzalo suavemente, antes de atreverme a decirle a usted lo que acaba de oir, han ocurrido cosas que me obligaban a dar este paso. Mis relaciones con Venturita son formales. Su madre las conoce y las ha autorizado, y a estas horas también su padre debe tener noticia de ellas. ¿Y las autorizará? Estoy seguro de ello.