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Emma venía vestida con un magnífico traje, que ninguno de ellos le conocía; traía la cara llena de polvos de arroz; el peinado de mano de peinadora, cosa en ella nueva por completo, pues nunca había consentido que le tocasen la cabeza manos ajenas, y lucía una pulsera de diamantes y collar y pendientes de la misma traza, todo muy caro y todo nuevo para el esposo y para el administrador.

Pacita, sin contestar, llamó la atención de una de sus hermanas. Mercedes, mira qué pulsera tan bonita le ha regalado el general a Esperanza. La segunda de Alcudia perdió su rigidez por un momento, y tomando el brazo de Esperanza la examinó con curiosidad. Es muy bonita. ¿Te la ha regalado el general? preguntó cambiando al mismo tiempo con su hermana una mirada maliciosa.

Vió un hombre ante el piano llevando por toda vestidura una bata japonesa, un kimono femenil de color rosa, con pájaros de oro, perteneciente á su Chichí. En otra ocasión hubiese lanzado una carcajada al contemplar á este guerrero, enjuto, huesoso, de ojos crueles, sacando por las mangas sueltas unos brazos nervudos, en una de cuyas muñecas seguía brillando la pulsera de oro.

Patiño se mordía los labios de coraje. ¡Los buenos tiempos! ¡El, que pensaba que nunca los había tenido mejores! Pero con su inmenso talento diplomático sabía disimular y sonreía también como el conejo. ¿Cuándo te han comprado esa pulsera? preguntó Pacita a Esperanza, reparando en una caprichosa y elegante que ésta traía. Me la ha regalado el general hace unos días.

Iba Watson á retirarse, cuando se levantó un portier del recibimiento, dejando visible una mano blanca rematada por una pulsera de reloj. Esta mano le hacía señas cual si pretendiese atraerlo. Después apareció Elena por entero, invitándole con palabras y sonrisas á pasar adelante.

La heredera de los Algalias dormitaba en su cama de batistas y encajes como una maga recostada sobre una nube. Tenía desnudo, fuera de las ropas, un brazo, ceñida aún la muñeca por la pulsera lisa de oro mate, y en el otro, puesto sobre la almohada, apoyaba la cabeza, embelesada por ensueños formados con reminiscencias de la víspera.

El marino preguntó: «¿Quién es Ojo de la mañana?...» Y volvió á decirse mentalmente que Freya estaba loca al saber que este nombre era el de una serpiente amiga, un reptil de lomo cuadriculado que le servía de collar y de pulsera allá en su casa de la isla de Java, entre bosques que exhalaban un perfume irresistible, cubiertos á la luz del sol de flores temblonas y monstruosas semejantes á animales, poblados nocturnamente de fosforescentes estrellas que saltaban de árbol en árbol.

Y enjugándose con su finísimo pañuelo una lágrima, que, falsa o verdadera, apareció en sus ojos, dejaba ver al descuido la bellísima flor de lis que traía en el pecho, y una magnífica pulsera de oro, en que con sus gruesos brillantes se leía incrustada la cifra de Isabel II.

Las anchas trenzas de sus cabellos caían abundantes y desordenados sobre su garganta y sobre sus hombros, y fuera del abrigo que la cubría se dejaba ver un brazo de formas admirables, cerca de cuya mano se vela una pulsera de pelo, cerrada por un broche de diamantes. Había algo de terrible en el aspecto de aquella hermosa mujer dormida. Y dormía profundamente.

Rafael contemplaba un medallón con el retrato venerable de don Pedro del Brasil; el emperador artista que saludaba a la cantante en una dedicatoria trazada con brillantes; planchas de oro y pedrería, recuerdo de entusiastas que tal vez comenzaron por desear la mujer y se resignaron admirando la artista; pintarrajeados diplomas de sociedades dándola las gracias por su concurso de funciones benéficas; un abanico de la reina Victoria con la fecha de un concierto en el palacio Windsor; una pulsera regia de Isabel II, como recuerdo de varias veladas en París en el palacio Castilla, y un sinnúmero de costosas chucherías, de caprichos riquísimos, presentes de príncipes, grandes duques y presidentes de repúblicas americanas.