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Los historiadores y analistas sevillanos han consignado todos ó casi todos, la venida á nuestra ciudad de una embajada japonesa en 1614, que, á la verdad, tal suceso no era frecuente ni mucho menos, y extraño entonces, por lo que llamó poderosamente la atención.

Los criados entraban con bandejas de chocolates y de helados. Cobo Ramírez cogió una mesilla japonesa, la llevó a un rincón, sentóse frente a ella y se apercibió a engullir. Pepa Frías echó una mirada en torno, y viendo al general Patiño acercarse, le dijo: General, tome usted estas cartas: estoy cansada de jugar. Dáselas a Pepe, Clementina; vamos un poco al salón.

A los diez días de estancia en Munich, no había recibido aún ninguna noticia de mi tragedia japonesa. Comenzaba a desesperar de poseerla, cuando una noche, en el jardín de la cervecería donde acostumbrábamos comer, vi llegar a mi coronel con la cara llena de júbilo. ¡Ya está en mi poder! me dijo, venga mañana por la mañana al museo. La leeremos juntos. ¡Ya verá qué bonita es!

El resto de la mañana lo pasaba en un «boudoir» en que el mobiliario era de porcelana fina de Dresde, y la profusión de flores hacían de él un verdadero jardín de Armida; allí, reclinado sobre cojines de seda color perla, saboreaba el «Diario de las Noticias», mientras lindas mujeres, vestidas a la japonesa, refrescaban el aire, agitando abanicos de plumas.

Su rostro, tan parecido a una máscara japonesa, continuaba imperturbable. Cuando atravesaba el patio en dirección a la escalera, oyó el ja ja ja de Mauricia, que estaba asomada por uno de los dos tragaluces con barras de hierro que la puerta tenía en su parte superior. La monja no se detuvo a oír las injurias que la fiera le decía.

Vió un hombre ante el piano llevando por toda vestidura una bata japonesa, un kimono femenil de color rosa, con pájaros de oro, perteneciente á su Chichí. En otra ocasión hubiese lanzado una carcajada al contemplar á este guerrero, enjuto, huesoso, de ojos crueles, sacando por las mangas sueltas unos brazos nervudos, en una de cuyas muñecas seguía brillando la pulsera de oro.

Sobre un sofá de rica badana japonesa, hundido todo y despellejado, había en lugar preferente, una gran fotografía del príncipe Alfonso, con el uniforme de escolar del colegio de María Teresa, y esta dedicatoria, escrita de puño y letra del futuro monarca: «Al leal marqués de Butrón, modelo de caballeros. Recuerdo del 2 de diciembre de 1870.

Fueme por lo tanto preciso aguardar en Munich a que la señora de Sieboldt tuviera ocasión de hacer llegar a mis manos la tragedia japonesa. ¡Rareza humana! Esos buenos bávaros, que tanto nos vituperaban por no haberles ayudado en esa guerra, no experimentaban la más mínima animosidad contra los prusianos.

Brindóse la dama a regalar a todos la insignia de la nueva orden y envióle a cada uno una preciosa corbata azul de rica seda japonesa, sujeta por un alfiler formado por una gruesa perla, procedentes todas de un magnífico collar que había pertenecido a su madre. El tío Frasquito fue nombrado por aclamación gran maestre de los ilustres caballeros, que tomaron el dictado de Mosqueteros de Currita.

Krilov aceptó con reconocimiento el cigarrillo que le tendía el portero, y echó de menos su pitillera japonesa, su gabinete de trabajo, los cuadernos azules de los colegiales que él debía corregir y que le parecían ahora tan gratos al alma. Encendió el cigarrillo y casi sintió náuseas: el tabaco era desagradable, mal oliente. «Un verdadero tabaco de espía» se dijo Krilov.