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Y mientras Gallardo sonreía de un modo enigmático, el torerillo rebuscaba en sus bolsillos. Me apresia mucho... ¡Mie usté qué pitillera me ha traío de París!... Y mostraba con orgullo la metálica cigarrera, en cuya tapa lucían sus desnudeces unos angelitos esmaltados sobre una dedicatoria casi amorosa.

Cuando oía describir los rigores que Velázquez había usado en otro tiempo con una de sus amantes llamada la Pitillera, y que esta mujer, lejos de aborrecerle, le adoraba cada día con pasión más firme, quedaba confusa sin comprenderlo; pero sentía cierto cosquilleo interno, mezcla de temor, de curiosidad y apetito ¿Qué será eso? Lo supo más pronto de lo que imaginaba.

Admirábale a él, rudo y tardío de eloquio como suele serlo el aldeano, la facilidad y rapidez con que la pitillera se expresaba, la copia de palabras que sin esfuerzo salían de su boca. Si lo que experimentaba Chinto era enamoramiento, podía llamarse el enamoramiento por pasmo.

De esta entrevista quedaron reconciliados la pitillera y el picador, que la acompañó algunas veces por la cuesta de San Hilario abajo, sin renovar sus pretensiones amorosas. El Carnaval de las cigarreras Unos días antes de Carnavales se anuncia en la Fábrica la llegada del tiempo loco por bromas de buen género que se dan entre las operarias.

Pero él fue discreto y no quiso abusar de la victoria, por temor de perder las ventajas adquiridas, y también porque empezaba a correr agudo frío en la solitaria alameda, y Amparo se levantó quejándose del relente y del aire, que cortaba como un cuchillo. Cruzáronse dos protestas de ternura, en voz baja, envueltas en el último apretón de manos, delante de la casa de la pitillera.

Por todas partes fingía su calenturienta imaginación peligros, luchas, negras tramas urdidas para ahogar la libertad. De fijo de fijo el Gobierno de Madrid sabía ya a tal hora que una heroica pitillera marinedina realizaba inauditos esfuerzos para apresurar el triunfo de la federal: y con tales pensamientos latíale a Amparo su corazoncillo y se le hinchaba el seno agitado.

Entra, entra dijo a la pitillera. Esta entró. El cuartito estaba en desorden; recogida la almohadilla de los encajes; había un baúl abierto y ya casi colmado, y los cuadros de lentejuela y estampas devotas, que solían adornar las paredes, faltaban de ellas. Hola... ¿parece que vamos de viaje? preguntó Amparo.

Krilov aceptó con reconocimiento el cigarrillo que le tendía el portero, y echó de menos su pitillera japonesa, su gabinete de trabajo, los cuadernos azules de los colegiales que él debía corregir y que le parecían ahora tan gratos al alma. Encendió el cigarrillo y casi sintió náuseas: el tabaco era desagradable, mal oliente. «Un verdadero tabaco de espía» se dijo Krilov.

El caso es que entre todos no nos dejarán hueso sano.... Por de pronto, yo me las guillo. ¿Quiere usted algo para aquellos vericuetos? Hombre... ¡qué lástima! ¡Ahora que íbamos a emprenderla con la pitillera, que es de otro! ¡Pch!... Si algún trabucazo no lo impide... a la vuelta. El conflicto religioso

Al llegar frente a Amparo esta tuvo un rasgo que fue aplaudidísimo y le conquistó otra vez gran popularidad. Hacía ya una semana que la pitillera vivía del crédito, porque sus gastos de vestir la traían siempre atrasada; y cuando la cuestora se acercó a pedirle, no tenía la futura señora de Sobrado ni un ochavo roñoso en el bolsillo.