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Desde entonces todo el mundo se acordaba de aquel incidente, y en cuanto veía al viejo, le preguntaba: «Bueno, ¿qué hay de las reformas?» Y todos le consideraban un hombre muy radical... ¿Y él, Krilov? Cuando bebía una copa de más, se dormía, o empezaba a llorar y abrazaba a todo el mundo. Una vez abrazó hasta al criado.

Pero la muchacha, al entrar, le lanzó en pleno rostro, sofocada de cólera: ¡Canalla! Y desapareció. Un instante después divisó Krilov su silueta a través de los cristales. Con su sonrisa amistosa en los labios, asió el picaporte y trató de abrir; pero al ver al portero junto a la escalera, retrocedió con lentitud. A algunos pasos de distancia, se detuvo y se encogió de hombros.

El portero le examinó, con mucha calma, de pies a cabeza, con una mirada indiferente e insolente a la vez, y, tras un corto silencio, dijo: Anteayer vino también uno de ustedes... Uno rubio, con grandes bigotes. ¿Le conoce usted? ¿No he de conocerle?... Rubísimo. Hay muchos como usted... que recorren las calles... ¡Escuche! protestó Krilov . Todo eso me tiene sin cuidado. Sólo vengo...

Los espías también podían ser obsequiosos con sus suegras... Sin darse cuenta, Krilov, automáticamente, volvió a la casa donde había entrado la estudianta, y ni aun lo advirtió. Sólo sabía que era tarde, que estaba rendido y que tenía ganas de llorar, como un colegial castigado. Luego alzó los ojos, miró la casa y la reconoció. «¡, es la maldita casa! ¡Qué aspecto más desagradable

Un comerciante grueso y colorado que ocupaba él solo la tercera parte de la plataforma se estrechó de pronto, se hizo pequeñísimo y volvió la cabeza. Un hortera, debajo de cuyo gabán se veía un delantal blanco, miró a Krilov con ojos de conejo asustado, y, empujando a la muchacha, saltó del tranvía y desapareció entre la multitud.

Como hombre ilustrado, asistía a la Universidad siempre que se daban en ella conferencias interesantes, a los teatros, a los museos; y en todas partes se exponía a toparse con la muchacha, a quien, seguramente, saldría a acompañar toda una banda de estudiantes de ambos sexos, pues aquellas muchachas rara vez iban solas, y si le veía... Krilov se estremeció de pies a cabeza.

Sin embargo, siguió corriendo, casi ahogándose de fatiga. La muchacha se detuvo a la puerta de una gran casa, con muchos pisos. Cuando se disponía a abrir, Krilov se acercó a ella y, sonriendo amistosamente, la miró a los ojos. Con la sonrisa quería decirle que la broma se había terminado y que ya no tenía nada que temer.

Krilov aceptó con reconocimiento el cigarrillo que le tendía el portero, y echó de menos su pitillera japonesa, su gabinete de trabajo, los cuadernos azules de los colegiales que él debía corregir y que le parecían ahora tan gratos al alma. Encendió el cigarrillo y casi sintió náuseas: el tabaco era desagradable, mal oliente. «Un verdadero tabaco de espía» se dijo Krilov.

Si mi mujer puede creer que soy en realidad espía... ¡Qué estúpida eres! ¡Qué idiota! Vamos, ¿quieres acabar con tus insultos? protestó ella . ¡ haces las porquerías, y luego soy yo la responsable! Krilov se puso aún más furioso. ¿Qué porquerías? ¿Crees que soy espía, pues? Di: ¿soy espía, o no lo soy? ¿Como quieres que yo lo sepa? ¡Puede que !

En una de las paradas, al final de un trayecto del tranvía, Krilov debía descender; pero la muchacha no lo hizo, y él le dijo en voz alta al conductor: Deme usted un billete hasta la parada próxima.