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Más allá, un viejo, de capote antes negro y ahora tornasol, cofrade de la Vela Perpétua, hermano de la Tercera Orden de San Francisco; el panadero de flamante azulada camisa, faja purpúrea, flecada de blanco, y sombrero a lo terne; unos rancheros, muy orondos con la calzonera de pana y el sombrero galoneado; unas lavanderas, que hacían ruido de huracán con sus enaguas tiesas; unos gachupincillos, vendedores de ropa o dependientes de «El Puerto de Vigo», inocentones, recién llegados, toscos de pies, mirando a todos con airecillo protector; una media docena de pisaverdes villaverdinos, jinetes en buenos caballos, y al fin, solo, en el overo acabado de comprar, el hijo del alcalde.

Los señoritos de la ciudad acudieron en torno suyo como moscas al panal. Pero ni sus rendimientos exagerados ni sus ofertas hicieron mella en el corazón de la joven. Prevenida contra sus halagos por la triste suerte de algunas amigas que habían tenido la flaqueza de darles oídos, los rechazaba siempre con ferocidad. En cambio acogía con agrado los rudos obsequios de los braceros; tuvo entre ellos varios novios, y juraba y perjuraba que le gustaban más que los pisaverdes tísicos que la seguían en el paseo.

Alrededor de ellos, más de veinte pisaverdes, unos paseando nerviosos, otros, con más calma, a pie firme, esperaban igualmente cada uno por su lado.

Juan quería a Pedro, como los espíritus fuertes quieren a los débiles, y como, a modo de nota de color o de grano de locura, quiere, cual forma suavísima del pecado, la gente que no es ligera a la que lo es. Los hombres austeros tienen en la compañía momentánea de esos pisaverdes alocados el mismo género de placer que las damas de familia que asisten de tapadillo a un baile de máscaras.

Uno de aquellos pisaverdes contaba noches atrás en el Casino, coreado por las carcajadas de sus amigos, cómo en el momento crítico de estar espetando una sentida declaración de amor á la gentil aldeanita, ésta se bajó repentinamente para llevar la mano á un pie exclamando: «¡Dios mío, qué daño me está haciendo este zapatoNo importa.

Un joven delgado, huesudo, pálido, de patillas negras que tocaban en la nariz, como las gastaba entonces el rey, y a su imitación muchos jóvenes aristócratas, entró sonriente y comenzó a saludar con desembarazo a todos, apretándoles la mano con leve sacudida y acercándola al pecho, del modo extravagante que se hace algunos años entre los pisaverdes madrileños.

Había que verla en aquel retrato: amplio el escote; corto el talle; desnudo el torneado brazo; ricillos en las sienes; rica, donairosa mantilla, y ladeada peineta de boca de olla; ¡ni más ni menos que la reina, doña María Luisa! ¡Con razón los pisaverdes y lechuginos de Pluviosilla se bebían los vientos por mi hechicera tía!

El único lujo ostentoso que se veía el domingo era el de los «cipreses». Estos pintureros y pisaverdes examinaban atentamente los trajes de las señoritas. A uno de ellos muy presumido le decir, refiriéndose a una niña cuya elegancia no se ajustaba a sus cánones: «¡es cache!». El pavipollo revoleó la varita y siguió al encuentro del rey de los cipreses, de Carlitos Nuezvana.