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Saludé, y me fuí. ¡Linda criatura! Aun me parece que la veo con aquel vestido azul que parecía un jirón de cielo; esbelta, donairosa, elegante, sencilla, húmedos los rubios cabellos, que, atados con una cinta de seda, caían hacia la espalda sobre una toalla anchísima. ¡Nunca me pareció más bella! Cuando llegué al despacho me encontré con el jurisperito. Salía para ir al Juzgado.

Ahora todavía, después de tantos años, suspiro a veces por la donairosa niña, objeto de mi primer amor. Matilde ha sido, viva y muerta, temida rival para cuantas me amado. Su nombre se me ha escapado de los labios, involuntariamente, cuando iba yo a decir el de otra mujer, y acaso sea el último que salga de mi boca a la hora de morir.

Un padre, de los ramplones de tres al cuarto, no hubiera parado mientes en este particular delicadísimo; y por lo mismo que veía a su hija precozmente desarrollada en lo físico y en lo intelectual; por lo mismo que la veía transformada, de la noche a la mañana, en mujer, y en mujer donairosa, elegante y llamativa, con todos los elementos a propósito para brillar y divertirse honradamente en el mundo, «al mundo con ella antes con antes», se habría dicho; y en el mundo la habría zambullido de golpe y porrazo... ¡Ah, padre bobalicón y mal aconsejado! ¡Quién es capaz de predecir lo que será de los pensamientos y de las inclinaciones y hasta de los caprichos de tu hija, respirando un ambiente que jamás ha respirado, y sin armas para defenderse en una región que nunca ha visto, llena de tentaciones y de estímulos que han de cebarse en su desapercibida naturaleza, como los mosquitos en el almíbar?

De mis labios se escapaban las más bellas estrofas de mi poeta favorito; mi mano trazaba en la tierra rojiza un nombre amado, y entre las sombras que bajaban en tropel hacia la llanura creía yo ver la silueta donairosa de gentil doncella. A tales delirios, que delirios eran, y nada más, sucedía en mi alma cierta melancolía dolorosa que me arrancaba suspiros y humedecía mis ojos.

Había que verla en aquel retrato: amplio el escote; corto el talle; desnudo el torneado brazo; ricillos en las sienes; rica, donairosa mantilla, y ladeada peineta de boca de olla; ¡ni más ni menos que la reina, doña María Luisa! ¡Con razón los pisaverdes y lechuginos de Pluviosilla se bebían los vientos por mi hechicera tía!