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No negaré, en cambio, que doña Blanca había pecado, y que la ferocidad de su penitencia era peor que el pecado mismo; que Pepita Jiménez fué demasiado coqueta y más apasionada de lo razonable, y que una vez enamorada no sabía contenerse, y se disparaba como una pistola al pelo; que María, la inmortal amiga, se abandonó a su pasión como si no hubiese tenido libre albedrío, como si hubiese sido impulsada por una fuerza irresistible; que Constancita era interesada, calculadora y caprichosa, y que Rosita no reconocía más ley divina o humana que la de su antojo; pero en todas estas mujeres nadie sostendrá lo contrario se advierten, en medio de sus mayores extravíos, tal anhelo de infinito amor, tan dulce ternura y tan fervoroso ahinco de hacer el papel de salvadoras y redentoras, de proporcionar la bienaventuranza o un asomo de bienaventuranza para el hombre querido, aun a costa de la propia condenación, que las perdonamos sin esfuerzo y nos parecen simpáticas.

Otras veces dijo dulcemente Elena, inclinada hacia los fétidos harapos, recuerda usted el tiempo en que se le enseñaba esta hermosa oración: «Dios mío, perdónanos, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendidoLa Briffarde volvió hacia ella aquellos ojos que se apagaban, y sus facciones contraídas tomaron una expresión de paz.

«¿Qué?, ¿duda usted?... Pues Dios, para perdonarnos, necesita saber si perdonamos nosotros antes. ¿Para qué quiere usted ahora ese odio mezquino? ¿De qué le sirve? De peso para impedirle subir al Cielo. Amiguita, hágalo por , por el mono del Cielo, que debe quedar aquí rodeado de bendiciones, no de maldiciones».

Por esto recordamos su acierto excepcional, en gracia de este le perdonamos todos sus yerros, y le honramos con una prevision y un tino que no posee ni puede poseer. El fundar la moral sobre el sentimiento, es destruirla: el arreglar su conducta á las inspiraciones del sentimiento, es condenarse á no seguir ninguna fija, y á tenerla frecuentemente muy inmoral y funesta.

Nos avinimos, pues, á purgar el delito de ser inconvenientes, y perdonamos sin pesadumbre aquel inocente conato de la cultura parisiense. Sobre esto dijimos algunas palabras mi mujer y yo, y los caballeros garçones que nos circuian estrechamente, formando en el espejo un grupo de cinco personas, una mesa y varios cubiertos, fallaron de propia autoridad que debiamos ser italianos.

Y por lo mismo debe de hablar el último; con que cayó usted en un renuncio, señor de Bismarck... Pero no hay que apurarse por ello, que yo expondré la mía con una sinceridad impropia del oficio... Mi política es esta: «Padre nuestro que estás en los cielos... Hágase tu voluntad... Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores... No nos dejes caer en la tentación... Líbranos de mal...».

Ni es tan ligado Sísifo á su peña, Porque jamás holgamos en poblado, Si no es que de vivienda sea pequeña: Y entonces aún nos ponen en cuidado Algunos mozalbetes, que importunos Nos persiguen que honremos su tablado. Caminamos á veces medio ayunos, Ni perdonamos al invierno helado, Aunque nos convirtamos en Neptunos.

3 El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. 4 Y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben. Y no nos metas en tentación, mas líbranos de mal. 5 Les dijo también: ¿Quién de vosotros tendrá un amigo, e irá a él a medianoche, y le dirá: Amigo, préstame tres panes, 6 porque un amigo ha venido a de camino, y no tengo qué ponerle delante;

Como los profetas, como los oradores, como todos los que triunfaron con el gesto, el actor necesita ser bello. A despecho de los siglos, Grecia y Roma viven en nosotros. Adoramos la línea. A «Cuasimodo» le perdonamos el extravío de su espina dorsal, porque sabemos que, bajo su joroba de bufón, hay un buen mozo. Lo demás es obra del instinto».