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¡Parrón! ¡Parrón está preso! ¡Un miguelete era Parrón...! gritaron muchas voces. Pero ¿á quién se le hubiera ocurrido buscar al capitán de ladrones entre los migueletes que iban á prenderlo? ¡Necio de ! Á la semana siguiente ahorcaron á Parrón. Cumplióse, pues, literalmente la buenaventura del gitano... POR DO

La mamá le dijo con muy buenas palabras que no volviese por aquí, que no pensase más en mi persona; pero ¡que si quieres...! Me asomo al balcón, y ¡cataplum! allí está en la esquina mi hombre, con una cara tan desmayada, que da risa; salgo a paseo, y siempre que vuelvo la cabeza veo tras de al moscardón, con un aspecto que no parece sino que cualquier día va a subir al Miguelete para tirarse de cabeza, ¡Pero, hombre, que tienes amistad con él y te hace caso, dile que no sea tan pesado!

Las nueve. Oíase el chirrido de un carro rodando por un camino lejano. Ladraban los perros, transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el rac-rac de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones de los sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas. Sènto contaba las horas que iban sonando en el Miguelete.

El miguelete que cobra el portazgo en lo alto de la cuesta de los Meagas aseguró formalmente a José Ignacio Bernaechea que jamás había cruzado de San Sebastián a Zumárraga un coche más elegante, ni unos caballos más hermosos, ni unas gentes más locas.

Notóse entonces que Manuel, el nuevo miguelete, dió un retemblido y retrocedió un poco, como para ocultarse detrás de sus compañeros... Al propio tiempo Heredia fijó en él sus ojos; y dando un grito y un salto como si le hubiese picado una víbora, arrancó á correr hacia la calle de San Jerónimo. Manuel se echó la carabina á la cara y apuntó al gitano...

Pero otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el tiro se perdió en el aire. ¡Está loco! ¡Manuel se ha vuelto loco! ¡Un miguelete ha perdido el juicio! exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena.

El reloj de la torre llamada el Miguelete señalaba poco más de las diez, y los huertanos juntábanse en corrillos ó tomaban asiento en los bordes del tazón de la fuente que adorna la plaza, formando en torno al vaso una animada guirnalda de mantas azules y blancas, pañuelos rojos y amarillos ó faldas de indiana de colores claros.

Que el cabo López ha fallecido... respondió el miguelete pálido. Manuel... ¿Qué dices? ¡Eso no puede ser!... Yo mismo he visto á López esta mañana, como te veo á ti... ¿Parrón? ¿Dónde? ¡Aquí mismo! ¡En Granada! En la Cuesta del Perro se ha encontrado el cadáver de López. Todos quedaron silenciosos, y Manuel empezó á silbar una canción patriótica.

No era frío, era miedo. ¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca, y al pensar que tras aquella pared de barro dormían Pepeta y los chiquitines, sin otra defensa que sus brazos, y en los que querían robar, el pobre hombre se sintió otra vez fiera. Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz de un chantre. Era la campana del Miguelete.

¡Extraño es, á fe mía, pues él llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca de Parrón, á quien odia con sus cinco sentidos! Pues ¿no sabéis lo que pasa? dijo un tercer miguelete, tomando parte en la conversación. ¡Hola! Es nuestro nuevo camarada... ¿Cómo te va en nuestro Cuerpo? ¡Perfectamente! respondió el interrogado. Conque ¿decías?... replicó el primero. ¡Ah! ¡!