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¿Qué recado nos trae? gritaron al inspector las sublevadas. Oíganme ustedes. Cuartos, cuartos, y no tanta parolería. Tengo chiquillos que aguardan que les compre mollete... ¿oyusté?, y no puedo perder el tiempo. Se pagará... hoy mismo... un mes de los que se adeudan.

Pues no hay más que nombrar á Gofredo, Calvino, el Payo, Nelson, que antes de caer para no levantarse más se aferró á un gran señor francés y le cortó la cabeza á cercén. Mejores arqueros no los he visto en mi pícara vida. ¡Pero la batalla, Simón, la batalla! gritaron muchos. ¡Cuenta, cuenta! ¡Á callar se ha dicho, moscones! berreó el sargento. "¡Cuenta, Simón!"

¡Bravo! ¡bravo! gritaron Paco y Edelmira, que también se sentían muy jóvenes; y obligaron a don Víctor a chocar las copas.

D. Laureano Romadonga iba de paseo en la misma dirección en compañía de su querida; una nodriza delante llevando en brazos un niño. La chula vestía ya de señora con capota y sombrilla: no le sentaba mal. Por iniciativa de Rivera, al tiempo de cruzar a su lado sacaron todos la cabeza por las ventanillas y gritaron: ¡Adiós, D. Laureano! ¡Adiós! El viejo seductor saludó visiblemente molestado.

Si hay algún resentimiento debe olvidarse, sobre todo si, como presumimos, no ha sido por cosa grave. ¡Que se besen! gritaron con más fuerza los comensales. No hubo más remedio. Castro y Alcántara se apoderaron de la Amparo, Ramón y el conde de la Socorro y las fueron aproximando casi a viva fuerza, no sin que ambas protestasen, sobre todo Amparo, que se defendía con energía.

La guerra está declarada, el estandarte real ondea al viento, y bajo sus pliegues se hallará al viejo Simón, aunque tenga que ir solo hasta Dax.... ¡No, no! ¡Viva Simón! ¡Iremos todos! gritaron los arqueros, que en su mayor parte no necesitaban del ejemplo dado tan oportunamente por el popularísimo veterano. ¡Que hable el capitán Latour! se oyó decir en las filas.

Las moja demasiado; va a estropearlas dijo el filósofo. ¡Silencio! gritaron todos a la vez. ¡Atrás, Satanás! dijo otra vez el fraile . Ahora, hermanos míos, ya podéis tocar esos objetos. Los contrabandistas le rodearon apresuradamente, y él sacó un largo papel de su cintura.

Y a pesar de la distancia, gritaron los más, enviándole un saludo por encima del agua azul, entre el revoloteo de las gaviotas y las palmeras de una isla que parecía avanzar poco a poco enmascarando el muelle. En el centro de la ciudad se había despedido el belga de la comitiva para quedarse en su hotel. Pero luego se arrepintió.

Iba presuroso y acobardado, llevando un paquete de papel en la mano, algo como dos libras de azúcar, recién compradas en la tienda. ¡Aquel lleva veneno! gritaron varias mujeres corriendo hacia él. El lego fue rodeado por un grupo y desapareció en él. No se vio más que un estremecimiento de brazos y cabezas, un enjambre de cuerpos que forcejearon entre gritos.

Lo dijo rugiendo, como un tirano que se ve desobedecido, como un Dios que contempla la huida de sus fieles. Hablaba en castellano, lo que era en él señal de ciega cólera. ¡Presente, capitá! gritaron a un tiempo unas cuantas voces temblonas.