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Actualizado: 24 de junio de 2025
Sabe emplear las imágenes y frases más familiares sin ser trivial ni prosáico, y las más insólitas sin faltar á la precisión ni pecar tampoco de ampuloso. ¡Con qué facilidad y tersura discurre en sus romances, y cuán dulcemente se mueven, como arroyuelos de clarísimas aguas; pero, al mismo tiempo, con cuánta pujanza corren en los momentos más críticos, iguales al torrente que atraviesa escarpadas rocas! ¡Con cuánta animación y cuánta vida; con cuánta gracia y delicadeza se transforman sus redondillas y décimas, ya en réplicas y contrarréplicas, ya en amorosas quejas, ya en juegos burlescos y caprichosos! ¡Qué encanto tan armonioso el de sus liras y silvas! ¡Y con cuánta majestad se ostentan sus octavas, canciones é imitaciones italianas!
Tu reloj... Si no recuerdo mal, está en treinta duros. ¿Pero qué te pasa hoy? ¿Vas a sacar todo? ¿A sacar? repitió Isidora, herida por aquella ironía como por un porrazo. ¿Qué cálculos haces?». Isidora se auxiliaba de sus dedos para calcular. La tersura y fineza de aquellas extremidades de sus manos indicaban no estar ocupadas ya más que en trabajos matemáticos.
No tenía la suavidad del raso como las de María, porque los trabajos de la casa le habían curtido un poco; en cambio ofrecía la tersura amable de una epidermis rebosando de salud y de sangre. No estaba ardorosa tampoco como aquélla, sino siempre tibia y serena, y apercibida a toda molestia como las de una hija del pueblo.
Cuando quería marcharse, besos prietos y tercos, en que la húmeda tersura de los labios palpitaba con deliciosa laxitud, queriendo sorberle el alma. Nada de grosería ni lujuria. Estos besos eran el maravilloso límite que separa lo físico de lo inmaterial. Las bocas se unían como si tuvieran vida propia, e independiente del resto del cuerpo.
El mar levantábase debajo de la nube en forma de canastillo, y este redondel acuático coronado de espumas cambiaba de sitio así como el cono nebuloso iba corriéndose por el cielo. Se deshizo al fin la tromba, restableciéndose la uniforme tersura del horizonte. Los pasajeros, terminado el espectáculo, volvieron a formar corros en la cubierta o se ocultaron en el fumadero y el jardín de invierno.
Hasta aquel instante no había reparado que Emma se había quitado muchos años de encima aquella noche, sobre todo en aquel momento; no le parecía una mujer bella y fresca, no había allí ni perfección de facciones ni lozanía; pero había mucha expresión; el mismo cansancio de la fisonomía; cierta especie de elegía que canta el rostro de una mujer nerviosa y apasionada que pierde la tersura de la piel y que parece llorar a solas el peso de los años; la complicada historia sentimental que revelan los nacientes surcos de las sienes y los que empiezan a dibujarse bajo los ojos; la intensidad de intención seria, profunda y dolorosa de la mirada, que contrasta con la tirantez de ciertas facciones, con la inercia de los labios y la sequedad de las mejillas: estos y otros signos le parecieron a Bonis atractivos románticos de su esposa en aquel momento, y el imperativo quédate tú le halagó el amor propio y los sentidos, después del mucho tiempo que había pasado sin que Emma hiciera uso de la regia prerrogativa.
A no ponerme en ridículo, cerrando en su presencia los ojos, fuerza es que yo vea y note la hermosura de los suyos, lo blanco, sonrosado y limpio de su tez; la igualdad y el nacarado esmalte de los dientes que descubre a menudo cuando sonríe, la fresca púrpura de sus labios, la serenidad y tersura de su frente, y otros mil atractivos que Dios ha puesto en ella.
Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta, majestuosa, con firmes redondeces, que al menor movimiento poníanse de relieve bajo el negro vestido. Sí, era muy guapa.
Sus manos eran jazmines y sus pies de criolla, celebrados en Sarrió como nunca vistos; la suavidad y tersura de su cutis, vencían a las del nácar y alabastro. Sobre la frente, alta y estrecha como las de las venus griegas, de un blanco argentino, caían los bucles de sus cabellos rubios, cuya madeja, tan espesa como dócil y brillante, le tapaba enteramente la espalda hasta más abajo de la cintura.
Y luego hay que convenir en que doña Ana tenía una gran práctica de cortesana, que conocía el secreto de inspirar la voluptuosidad, y en que, tales eran las manos que tenía abandonadas dulcemente entre las del duque, que por su forma y su tersura, venían á ser el prólogo de bellezas incomparables.
Palabra del Dia
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