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Penetrando por aquella puerta, se veía la razón del letrero en un mostrador sobrecargado de cacharros menudos; en una gran aceitera con canilla, y algunas botellas blancas, llenas de aguardiente de otras tantas denominaciones; en una estantería espaciosa, ocupada con paquetes de cigarros y de cajas de cerillas, libritos de fumar, grandes pedazos de bacalao, tortas de pan, madejas de hilo, garbanzos y otros artículos, tan varios en su naturaleza como reducidos en cantidad; en algunas mesas simétricamente colocadas fuera del mostrador; en tal cual barrica o hinchado pellejo que se vislumbraban entre la obscuridad del fondo..., y en otros mil detalles propios de semejantes establecimientos, los cuales conoce el discreto lector tan bien como yo.

Hace una semana, hijita, que estoy trabajando como una negra, preparándolo todo, y nunca se acaba. Las modistas se han demorado, y, por fin ¡ay, gracias a Dios! hoy han traído lo que faltaba. ¡Pues no llevas poco equipaje! Catorce baúles y veinte cajas. No se puede meter todo en menos espacio. Vienes admirablemente, Marianela, con una oportunidad que... ¡ni que te hubiera llamado, hijita!

Es decir, que la caja contenía dos mil doblones. Sacados los rollos, se encontró un nuevo paño de seda azul. Levantado el paño, se hallaron veinte cajas forradas de terciopelo.

El acto de ciega confianza de su novia y su vieja amiga entregando sin temor los ahorros al omnipotente don Ramón Morte había acabado por decidirle. ¿Iba a ser él más cobarde que aquellas dos mujeres? Vendió su huerto de Alcira, y los ocho mil duros que le dieron engrosaron el raudal de oro que, a impulsos de la más ciega confianza, iba a caer en las cajas del filántropo banquero.

Un día, finalmente, me trajo su reloj, los pendientes de su mujer, y doce cajas de pieles y manguitos, y aquella misma tarde, aquella mismísima tarde, señora, me le veo en la Puerta del Sol, encaramándose en un coche para ir a los Toros... Si son así... quieren el dinero, como quien dice, para el materialismo de tirarlo.

La duquesa, sin embargo, temiendo sin duda que trasladase esta a sus orejas las famosas hipotecas que sobre sus tierras tenía, quiso escurrirse por la sala de lectura, con tan mala suerte, que fue a toparse en el patio mismo con la López Moreno, su hija Lucy, dos doncellas, un criado, diecisiete baúles y número ilimitado de cajas y sombrereras.

Les parecía intolerable pasar varios días sin verse. Cuanto antes se reuniesen, mejor, lo importante era salir de la ciudad. Y acabaron por decidir que se reunirían lo más cerca posible: en Valencia. El amor gusta de la audacia. Acababan de almorzar entre las maletas y las cajas, que ocupaban una gran parte de la habitación de Leonora en el hotel de Roma.

De la pañolería y artículos asiáticos, sólo quedaban en la casa por los años del 50 al 60 tradiciones religiosamente conservadas. Aún había alguna torrecilla de marfil, y buena porción de mantones ricos de alto precio en cajas primorosas.

Al saber que el que llegaba con el maestro era el famoso Gallardo y reconocer su rostro, tantas veces admirado por ella en periódicos y cajas de cerillas, la extranjera perdió el color y sus ojos se enternecieron. ¡Oh, cher maître!... Le sonreía, se frotaba contra él, deseando caer en sus brazos con todo el peso de su voluminosa y flácida humanidad.

Al ver que Pirovani se había metido en su casa, no quiso buscar mentalmente nuevas explicaciones y abrió el sobre que acababa de recibir, empezando á leer su contenido en medio de la calle. Sus ojos pasaron por varios renglones, sin comprenderlos. «Una docena de frascos de «Jardín Encantado». «Idem ídem de «Ninfas y Ondinas». «Seis docenas de cajas de jabón «Claro de Luna».