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18 Los hijos cogen la leña, y los padres encienden el fuego, y las mujeres amasan la masa, para hacer tortas a la reina del cielo y para hacer ofrendas a dioses ajenos, para provocarme a ira.

Pero no es esto todo añadió Luisa ; venga por aquí. La joven quitó la cubierta de hierro que tapaba la boca del horno, al fondo del cuarto de cola, y rápidamente se esparció por la cocina un olor de tortas de manteca que alegraba los corazones. El señor Juan Claudio se sintió conmovido ante aquello.

Por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura desta doncella le debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para . -Ni para tampoco -respondió Sancho-, porque más de cuatrocientos moros me han aporreado a , de manera que el molimiento de las estacas fue tortas y pan pintado. Pero dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y rara aventura, habiendo quedado della cual quedamos?

Pero ninguna de tales golosinas pudo hacer olvidar á su mujer las tortas deliciosas que ella encargaba á los pasteleros del cielo para sus tés paradisíacos de cinco á siete de la tarde.

Antes que amaneciera, su amo y un aprendiz sobaban la masa dispuesta en el lebrillo, y luego freían con rara rapidez bolas, tortas y cohombros: Pepe, mientras tanto, arreglaba los veladores, mezclaba algo de harina al azúcar de espolvorear, fregaba vasos, ponía cada cosa en su puesto y, cuando se abría la tienda, colocado de pie en la puerta, despachaba buñuelos a grandes y chicos, formando en la grasienta superficie de zinc que cubría la mesa un montón de cuartos y ochavos del moro, cuyo sucio contacto le dejaba los dedos manchados de verdín.

El secretario del rajá los llevó adonde el elefante manso estaba, comiéndose su ración de treinta y nueve tortas de arroz y quince de maíz, en una fuente de plata con el pie de ébano; y cada ciego se echó, cuando el secretario dijo «¡ahora!», encima del elefante, que era de los pequeños y regordetes: uno se le abrazó por una pata: el otro se le prendió a la trompa, y subía en el aire y bajaba, sin quererla soltar: el otro le sujetaba la cola: otro tenía agarrada un asa de la fuente del arroz y el maíz. «Ya » decía el de la pata: «el elefante es alto y redondo, como una torre que se mueve.» «¡No es verdad!», decía el de la trompa: «el elefante es largo, y acaba en pico, como un embudo de carne.» «¡Falso y muy falso!», decía el de la cola: «el elefante es como un badajo de campana» «Todos se equivocan, todos; el elefante es de figura de anillo, y no se mueve», decía el del asa de la fuente.

El prodigio de la Naturaleza fué puesto sobre un macho, en compañía da unas alforjas que encerraban algunas, tortas y dos azumbres de vino, y después de algunos lloriqueos de doña Nicolás y de algunos dísticos que ensartó el de los astros, Elías partió en dirección de la patria del inmortal Cervantes, adonde llegó en cuatro días: de viaje. Entonces doña Nicolasa tuvo una hija.

-Aún la cola falta por desollar -dijo Sancho-. Lo de hasta aquí son tortas y pan pintado; mas si vuestra merced quiere saber todo lo que hay acerca de las caloñas que le ponen, yo le traeré aquí luego al momento quien se las diga todas, sin que les falte una meaja; que anoche llegó el hijo de Bartolomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller, y, yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.

El consumo diario de harina empleada en hacer pan, tortas, bollos y pasta frolla o flora, era de noventa coros, o sea cuarenta y cinco cahíces, de doce fanegas se entiende. Así es que en el palacio de Salomón hasta el último pinche se regalaba a pedir de boca y estaba gordo y lucio. Las mujeres, tanto por naturaleza cuanto por los afeites que usaban, parecían celestiales y de variadísimo mérito.

Todos los domingos llevaba Catalina a la aldea de Tiefenbach una cesta, que llenaban aquellos buenos aldeanos de patatas cocidas, pedazos de pan y, algunas veces los días de fiesta , de tortas y otros restos de sus festines. Entonces la pobre mujer, casi sin aliento, volvía a la cueva cantando y riendo muy ufana y cogiendo de los cercados lo que a su alcance estaba.