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Actualizado: 17 de mayo de 2025


Yo andaría por aquellos salones azorada, aturdida, llena de vergüenza.

Un hombre que estaba en la abertura de la cerca y que extendía el puño hacia ellos, gritó con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Ah, ah, bribona, estás otra vez ahí! Corro en busca de la condesa para hacerle saber lo que pasa aquí. Esta vez te va a salir mal. Elena se puso vivamente de pie, azorada por aquella amenaza, y huyó hacia la casa dando gritos agudos.

Pero Rosario, toda azorada y hecha un mar de lágrimas, exclamó inmediatamente: ¡No, no; que digan aguanta, que digan aguanta! Si no, vamos a perecer más pronto... Poco a poco, no obstante, y viendo que la tremenda catástrofe no llegaba, se fueron calmando sus nervios, y no tardó en reírse, como niña aturdida que era, de sus ridículos temores.

Saboreaba las suyas Carmencita, olvidada de todo para pensar en los días felices de Luzmela, evocados por la cariñosa visita de su único amigo. De pronto cayó sobre su ensueño la voz punzante de doña Rebeca, interrogando: ¿Se fué ya? La joven se estremeció y, azorada, repuso: Ya.... ¿Y no has llamado a «tu prima»?

Al cabo de ese tiempo se presentó de nuevo la patrona, toda azorada. La señorita tiene un ataque y está en la cama sin conocimiento. ¡Venga, venga, señor cura! ¡Voy, voy! exclamó asustado, corriendo en pos de ella. En efecto, Obdulia yacía en la cama, privada de sentido y extrañamente pálida. Parecía muerta. El P. Gil sintió al verla en tal estado una punzada de remordimiento en el corazón.

LEONOR. Duerme tranquilo, mientras rugiendo atroz sobre tu frente rueda la tempestad, mientras llorosa tu amante criminal tiembla azorada. ¿Cuál es mi suerte? ¡Oh Dios! ¿Por qué tus aras ilusa abandoné? La paz dichosa que allí bajo las bóvedas sombrías feliz gozaba tu perjura esposa... ¿Esposa yo de Dios?

Al caer se lastimó también en la cabeza con uno de los cortes del escaño. Rosa abrió azorada la puerta y salió corriendo, sin saber adónde. Cuando volvió, al cabo de una hora de vagar por los caminos, halló a la familia ocupada en prodigar cuidados al descalabrado indiano: Tomás aplicándole paños de vino y romero; Ángela haciendo tila para quitarle el susto.

La señora Aubry no comprendía. Azorada de oír una confidencia tan inesperada, balbuceó: ¿ eres feliz? Mamá, yo no quiero casarme con Huberto Martholl. Pero ahora soy libre. La rara conducta del señor Martholl me deja libre, libre, libre. ¡Qué dicha! ¿Pero qué ha pasado entonces? ¿Por qué no me has enterado de la transformación de tus sentimientos?

Y allí, a la suave sombra, contaba Pedro maravillas y glorias europeas a Ana, que le oía con cariño a Adela, que hacía como si no le interesasen , a Lucía, que pensaba con amorosa cólera en Juan, en Juan, que no debía venir, porque estaba allí Sol, en Juan, que debía venir puesto que estaba Lucía y a Sol contaba también aquellas historias, quien sin desagrado ni emoción las escuchaba y con sus hábitos de niña huérfana, azorada a veces de la súbita rudeza que templaba Lucía luego con arrebatos afectuosos, solo se sentía dueña de cerca de quien la necesitaba, y ni con Adela, que parecía esquivarla, ni con la misma Lucía, aunque esto le pesaba mucho, tenía ya la naturalidad y abandono que con Ana, con Ana a quien aquellos aires perfumados y calurosos habían vuelto, si no el color al rostro, cierta facilidad a los movimientos y unos como asomos de vida.

Cuando vio la calle, sus ojos se iluminaron con fulgores de júbilo y gritó: «¡Ay, mi querida calle de mi alma!». Extendió y cerró los brazos, cual si en ellos quisiera apretar amorosamente todo lo que veían sus ojos. Respiró después con fuerza, parose mirando azorada a todos lados, como el toro cuando sale al redondel. Luego, orientándose, tiró muy decidida por el paseo abajo.

Palabra del Dia

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