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Una hora después, Richard Scott estaba en mi casa. «Zuzie, me dijo, prometedme aceptar lo que voy a ofreceros, prometédmeloYo le prometí. «Pues bien, con la sola condición de que mi padre no sepa nada, pongo a vuestra disposición la suma que necesitáis. ¡Pero vos no conocéis el pleito, y es preciso que sepáis lo que es, lo que vale!

Bettina estaba allí, plantada ante él, con la caja de cigarros en las dos manos, y los ojos fijos con toda franqueza en el rostro de Juan; gozando del placer muy real y muy vivo que puede traducirse por estas palabras: Me parece que estoy mirando a un buen muchacho. Ahora sentémonos aquí dijo madama Scott, ante esta preciosa noche... tomad vuestro café... fumad. Y no hablemos, Zuzie, no hablemos.

Señor cura, voy a decir algo horriblemente indiscreto... Pero veo la mesa puesta y... ¿No podríais invitarnos a comer? ¡Bettina! dijo madama Scott. Dejadme, Zuzie, dejadme en paz... ¿No es verdad que queréis, señor cura? Pero el anciano cura no encontraba nada que responder.

Y yo de poseer todo eso de una manera tan extraordinaria como imprevista. ¡No nos lo imaginábamos! Ni lo soñábamos, Zuzie... Sabéis, señor cura, que ayer fue el cumpleaños de mi hermana... Pero primero, perdonad, señor... señor Juan, ¿no es así? , señorita, así es. ¡Pues bien, señor Juan, servidme un poco más de esta excelente sopa, os lo ruego!

Zuzie, ¡sois vos, mi Zuzie! ¡Qué bien habéis hecho en venir! Sentaos aquí, junto a , muy cerca de . Y se recostó como un niño en los brazos de su hermana, acariciando con su cabeza ardiente los frescos hombros de Zuzie; después, de repente, se echó a llorar, con grandes sollozos que la sofocaban. Bettina, mi querida Bettina, ¿qué tenéis? Nada, nada... son los nervios... es la alegría.

Temblaba ante la necesidad de hablar a Bettina, ante la necesidad de oírla, y entonces se refugiaba junto a madama Scott, y ésta recibía sus palabras indecisas, conmovidas, turbadas, que no se dirigían a ella, y que, sin embargo, ella tomaba para . Zuzie no podía dejar de engañarse. Bettina no le había dicho nada, no le había manifestado aún los sentimientos vagos y confusos que la agitaban.

Zuzie y Bettina formaron en el acto parte de este pequeño estado mayor. Fue asunto de veinticuatro horas; ni tanto, pues esto sucedió entre las ocho de la mañana y las doce de la noche, al día siguiente de su llegada a París.

Una idea extravagante cruzó por la cabeza de Bettina, inclinose sobre la portezuela y exclamó, acompañando sus palabras con un pequeño saludo con la mano: ¡Adiós, mis pretendientes, adiós! Luego se echó bruscamente para atrás, presa de un acceso de risa nerviosa. ¡Ah, Zuzie, Zuzie! ¿Qué hay? Un hombre con una bandera roja en la mano... me ha visto... ¡me ha oído!... ¡Y se ha quedado asombrado!...

Era una delicada atención de su parte. , Zuzie, tenéis razón; pero después del acceso de emoción, hubo uno grande de alegría. Eso , lo reconozco. Cuando pensamos que bruscamente las dos éramos dueñas, pues lo que es de la una es de la otra, propietarias de un castillo, sin saber dónde se encontraba, cómo era, ni cuánto había costado; se asemejaba tanto a un cuento de hadas, que...

Hemos hecho una jornada horrible, en el tren, en el carruaje, en medio del polvo, ¡y con un calor! ¡Nos sirvieron un almuerzo tan espantoso esta mañana en el hotel! y debíamos volver a comer allá a las siete, en el mismo hotel, para tomar en seguida el tren de París... Pero comer aquí será mucho mejor. Ya no decís que no. ¡Ah! ¡cuán buena sois, mi Zuzie!