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Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez ó doce oficiales que poco á poco habían ido reuniéndose en el Zocodover, tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las prometidas botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.

El también tenía que exorcisar su corazón, borrar otras lascivias y perjurios, y abatir del todo la deshonrosa memoria que se levantaba como un peñasco entre Dios y su alma. Una tarde, sentado en un poyo del Zocodover, ligó Ramiro amistad con el viejo espadero Domingo de Aguirre. Era la hora de la siesta. Se hubiera dicho que la campanada de la una caía sobre Toledo cual hipnótico ensalmo.

El Vara de plata cerraba a las nueve las Claverías, y ellos querían pasar la noche fuera de casa. Ya habían estado un buen rato en un café del Zocodover, regalándose como señores. Estaban hechos unos calaveras. Aquella noche era extraordinaria, tanto más cuanto que la ciudad también estaba alterada por lo del arzobispo. ¿Cómo sigue? preguntó Gabriel.

Las voces crecieron y se propagaron de modo atronador; y poco después, de un extremo al otro del Zocodover, el populacho rugía con salvaje fiereza, ávido de aquella hez de maldición y de espanto. Ramiro se empinó sobre el taburete.

Entretanto el Zocodover hervía de muchedumbre desde las primeras horas de la mañana. La nueva de que una bruja morisca, dotada por el Demonio de asombrosa hermosura, sería condenada en el auto de fe de aquel año llegó en pocos días a los más escondidos lugarejos de los contornos, y no faltaron peregrinos que contaran por las ventas la historia de la conspiración y del mancebo renegado.

Luego, levantando la cabeza y abarcando con la mirada todo el ámbito del Zocodover, preguntó bruscamente: ¿Puede decirme vuesa merced si es ésta la plaza donde celebra sus autos el Santo Oficio? Aquí mesmo. ¿Y son tan lucidos como se dice?

Hace aquí un fresquito que ya lo querrían los que sudan a estas horas en los cafés del Zocodover. Pero aunque estamos en el verano, fíjese usted en la humedad que nos entra por salva sea la parte. Cuando debe verse esto es en invierno, camarada. Hay que vestirse como una máscara, cubierto de gorros, pañuelos y mantas.

La curiosidad forastera sacábale del lecho más temprano que de costumbre, y, casi todas las mañanas, cruzando el Zocodover y tomando la calle de las Armas, íbase al puente de San Martín, con el paso desocupado y tranquilo que cuadraba a un hombre de su estirpe.

-Así es -dijo el licenciado-, porque no pueden hablar tan bien los que se crían en las Tenerías y en Zocodover como los que se pasean casi todo el día por el claustro de la Iglesia Mayor, y todos son toledanos.

Subiendo sobre ellos consiguieron dominar todo el ámbito del Zocodover, henchido de apretada y rumorosa muchedumbre. Hacia la parte del poniente, y bañado ahora por el sol de la mañana, se levantaba el inmenso y enlutado cadalso, que ocuparían en breve, según la costumbre, la Santa Inquisición, el Ayuntamiento, el Cabildo, la nobleza, los dignatarios y toda la clerecía.