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Entre las hileras de cepas veíase la tierra, machacada, alisada, peinada, con la misma tersura que si fuese el suelo de un salón. ¡Y la viña de Marchamalo se perdía de vista, ocupaba varias colinas, lo que exigía un trabajo enorme! A pesar de la rudeza con que el capataz trataba a los viñadores durante el trabajo, ahora que no estaban presentes, se apiadaba de sus fatigas.

Cesaba de brillar entre los sarmientos el acero de las azadas, y la larga fila de viñadores despechugados frotábanse las manos, entumecidas por el mango de la herramienta, y lentamente extraían de la faja los avíos de fumar.

Y para desengrasarse de tanto lirismo, de tanta Historia comprimida, repetían las frases ingeniosas del patriarcal Orense, los chistes del marqués de Albaida, ¡un marqués que estaba con ellos, con los viñadores y los gañanes, acostumbrados a respetar con cierto temor supersticioso, como seres nacidos en otro planeta, a los aristócratas poseedores del suelo andaluz!...

Apenas si con una ligera reparación se había fortalecido este cuerpo de edificio, bajo y con arcadas, en el que estaban las habitaciones del capataz y el dormitorio de los viñadores, espacioso y desabrigado, con un fogaril que ennegrecía de humo las paredes.

El capataz, y muchos de los viñadores, adivinando que había llegado el momento supremo de la ceremonia, abrían desmesuradamente los ojos esperando ver algo extraordinario. Mientras tanto, el sacerdote volvía las hojas de su libro, sin encontrar la oración apropiada al caso. El Ritual era minucioso.

Tal era la servidumbre doméstica, por decirlo así. Pero ya se entiende que los jornaleros, el mulero, los caseros, los viñadores, los pisadores, los del molino y la demás gente que se empleaba en las faenas agrícolas, iban y venían y hacía estancia en la casa de campo, donde había anchura sobrada, y alambique, lagar, alfarje y prensas para la aceituna y la uva.

El señor Fermín salió apresuradamente de la capilla e hizo arrastrar hasta la puerta varios serones que el día anterior habían traído de Jerez. Estaban llenos de cirios, y el capataz fue distribuyéndolos entre los viñadores. Bajo la luz esplendorosa del sol comenzaron a brillar, como pinceladas rojas y opacas, las llamas de la cera.

Todo era nuevo y sólido, construido con gran derroche de dinero. Únicamente dejó Dupont en pie la casa de los viñadores, para que la finca no perdiese por completo su carácter tradicional, conservando la cocina ennegrecida por el humo de muchos años, en la que dormían los jornaleros en torno del fogaril, sobre una esterilla de enea, única cama que les proporcionaba el señor.

Yo podré llevar entonces mi familia a la viña, sin miedo a que los míos se rocen con una desdichada que ha cometido el más torpe de los pecados, y ella vivirá como una gran señora, como una esposa distinguida de Dios, rodeada de toda clase de comodidades, ¡hasta con criadas, Fermín!, y ya ves que esto vale algo más que quedarse en Marchamalo guisando la comida de los viñadores.

Hasta la noche del domingo estaban con sus familias entregando los ajorros a las mujeres; la parte de jornal que les restaba después de pagar el costo. El sacerdote mostraba su extrañeza al ver que los viñadores se habían quedado en Marchamalo siendo domingo. Porque son muy buenos, padre dijo el capataz con acento hipócrita.