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Respondía a mis preguntas con pocas palabras y sin abrir los ojos. Contaba yo con algún trastorno físico después de la borrasca moral; pero no tan grande como el que me anunciaban aquellos síntomas, si es que no los abultaba la triste luz que ennegrecía ya todas las cosas en mi imaginación.

Asfixiado por el trágico hedor que desprendía el humano holocausto, tuvo, por fin, que levantarse, y, envolviéndose el rostro con la capa, se alejó a toda prisa en dirección a la ciudad, hablando consigo mismo y aglomerando oraciones y jaculatorias. La sombra ennegrecía los senderos.

Los dos amantes siguieron el camino a lo largo del tercer depósito, haciendo crujir bajo sus pies el polvo de carbón que ennegrecía el suelo. Pasaban hacia Madrid mujeres astrosas con niños dormidos en sus brazos; viejas arrugadas y negras como brujas, con pucheros destinados a recibir el rancho de San Bernardino.

En ese día la inquietud que ennegrecía su espíritu se traducía en molestas cuestiones de dinero; quería que sus intereses quedasen garantidos, porque podían procurarle comodidades y placeres; pero era bastante gran señor para no querer hablar de ellos.

El Tesoro tenía un aire de vetustez lamentable. Las riquezas habían envejecido con la catedral. Los diamantes no brillaban, el oro parecía empañado y polvoriento, la plata se ennegrecía, las perlas estaban opacas y como muertas. El humo de los cirios y el ambiente rancio del templo lo habían patinado todo tristemente. «La Iglesia se decía Gabriel envejece cuanto toca.

Apenas si con una ligera reparación se había fortalecido este cuerpo de edificio, bajo y con arcadas, en el que estaban las habitaciones del capataz y el dormitorio de los viñadores, espacioso y desabrigado, con un fogaril que ennegrecía de humo las paredes.

El cielo gris derramaba violentas lluvias, acompañadas algunas veces de copos de nieve. La gente, vestida ya con trajes ligeros, abría armarios y cofres para sacar capas y gabanes. La lluvia ennegrecía y deformaba los blancos sombreros primaverales. Hacía dos semanas que no se daban funciones en la Plaza de Toros.

Su marido, que la conocía bien, le decía: «¿No te parece que vayamos hoy á cañear un poquito á casa de VelázquezElla se resistía, se quejaba de fatiga, hablaba de los muchos quehaceres de la casa. Si el bueno de Pepe se dejaba persuadir, ¡desgraciado de él! El humor de su cónyuge se ennegrecía de tal modo que al día siguiente era imposible sufrirla.

¿Y para eso servía la riqueza? ¿Y ésta era la alegría de un pueblo opulento, que teniendo una existencia que embellecer la martirizaba y ennegrecía con el tedio, creyendo en otra vida problemática, bajo el testimonio de ciertos hombres que tampoco la habían visto?... El doctor terminó enérgicamente sus protestas, viendo próximo el momento de tomar el tren.