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Aunque las palabras iban dirigidas al conde, Octavio miraba al decirlas á la condesa con la misma sonrisa en los labios y un poco ruborizado, sin duda, de haber hablado tanto tiempo. El conde le observaba cada vez con más curiosidad. Usted es muy joven, y no me sorprende que se aburra en Vegalora. Me parece, sin embargo, que exagera un poquito. No exagero, conde, no exagero. Es un pueblo fatal.

Los propietarios le respetaban y decían de él ahuecando la voz y con asombro que «conocía sesenta y cuatro castas de peras». Á pesar de esta afición agrícola, D. Primitivo era un animal carnívoro, esto es, se alimentaba casi exclusivamente de carne, lo cual, al decir del médico de Vegalora, introducía en su organismo un exceso de fibrina que ocasionaba las herpes de que estaba plagado y le exponía á una congestión cerebral, y que no se anduviera en fiestas, porque tenía la espada de Damocles suspendida sobre su cabeza.

Los vecinos de Vegalora y la Segada, en el espacio de cuarenta ó cincuenta años, habían visto correr el río por casi toda la superficie del valle. Á pesar de esto, al poco tiempo de haber dejado el agua un sitio cualquiera, ya brotaba allí una vegetación briosa, y el valle continuaba siempre pintoresco y regocijado como pocos.

Como en Vegalora y acaso en toda la provincia no había maestro de armas que le enseñase, compró un tratado, y ateniéndose á sus explicaciones y á las figuras que representaban sus grabados, se puso á esgrimir el florete contra las paredes, sin otro resultado que el de romper dos ó tres cristales y tirar un frasco de tinta sobre la mesa.

Un criado indiscreto dijo al cabo de algún tiempo á un vecino de Vegalora que aquella noche había visto por la rendija de una puerta á la condesa de rodillas ante miss Florencia. El conde, con el rostro más pálido que nunca, los brazos cruzados y un poco tembloroso, estaba en pie mirándola fijamente. Antes había percibido en el gabinete de sus amos ruido de pasos precipitados, voces y gemidos.

El rostro del mancebo, al enderezar la marcha hacia Vegalora, parecía decir á los árboles que sombreaban el camino: «Amigos míos, esto es hecho». La romería. El conde dijo á la condesa: Si tienes gusto en ir á esa fiesta, , querida mía. Me has de permitir, sin embargo, que no te acompañe. Esos recreos campestres no despiertan en mi corazón los tiernos y bucólicos sentimientos que en el tuyo.

Por último, habiendo llegado á Vegalora cierto ingeniero belga para dirigir el laboreo de unas minas de D. Baltasar, tomó algunas lecciones de francés y trabó conocimiento por su mediación con los más acreditados y flamantes novelistas de la nación vecina, Alfonso Karr, Julio Janin, Teófilo Gauthier, Octavio Feuillet y otros.

El licenciado Velasco de la Cueva, que desde muchos años atrás venía ejerciendo el monopolio de las buenas maneras en Vegalora y siete leguas á la redonda, ofreció el brazo á la condesa con una reverencia digna del siglo XV. D. Primitivo quiso imitarle, y se lo ofreció al aya en la forma elegante y desenvuelta que un oso lo hubiera hecho; pero la blonda extranjera lo rehusó, dándole las gracias con una inclinación ceremoniosa.

Efectivamente, Paco Ruiz siempre era el mismo, esto es, siempre era un joven más chistoso que afable y más desvergonzado que chistoso. Pertenecía á una antigua aunque arruinada familia de Vegalora. Para subvenir á sus muchas necesidades no tenía otras rentas que el tresillo, el golfo y el monte, en cuyos juegos, al decir de la villa, era un asombro de habilidad.

Desde los balcones de la fachada trasera veíase todo el valle, que no era muy extenso, y también se divisaba como á media legua de distancia un grupo grande de casas que era la villa de Vegalora. Entre la Segada y la villa corría bullicioso y límpido el río, el cual tomaba y dejaba á su talante la parte del valle que mejor le convenía para su cauce.