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Como recuerdos de un poema heroico leído en la juventud con entusiasmo, guardaba en la memoria brillantes cuadros que la ambición había pintado en su fantasía; en ellos se contemplaba oficiando de pontifical en Toledo y asistiendo en Roma a un cónclave de cardenales. Ni la tiara le pareciera demasiado ancha; todo estaba en el camino; lo importante era seguir andando.

Al Papa le deshizo, y la tiara quedó pateada bajo la mesa, con los pedazos de periódico, los salivazos y el palillo deshilachado de D. Basilio, quien al fin, en el barullo de la derrota, arrojó lejos de aquel marcador de sus argumentos. También andaba por el suelo la corona real, triturada por las suelas de las botas, y el cetro de toda autoridad corría la misma suerte.

25 Y , profano e impío príncipe de Israel, cuyo día es venido en el tiempo de la consumación de la maldad; 26 así dijo el Señor DIOS: Depón la tiara, quita la corona; esto no será más así; al bajo alzaré, y al alto abatiré. 28 Y , hijo de hombre, profetiza, y di: Así dijo el Señor DIOS sobre los hijos de Amón, y su oprobio.

Llevaba el Rey una tiara no menos estupenda, ajorcas y brazaletes, y por zarcillos dos redondas perlas, del tamaño cada una de un huevo de perdiz. Su cabellera le caía en bucles perfumados sobre la espalda, y la barba formaba menudísimos rizos, artística y simétricamente ordenados. Su vestido y su persona despedían delicada fragancia.

Los periódicos espoleaban su imaginación para hallar adjetivos dignos de mi grandeza; fuí el «sublime señor Teodoro»; llegué a ser el «celeste señor Teodoro»; y la «Gaceta», por no ser menos, llamóme el «extraceleste señor Teodoro». Delante de ninguna cabeza permaneció cubierta, usase corona o tiara.

En este pequeño espacio de cielo libre, mostraba a la luz del alba los tres arcos ojivales de su fachada principal y la torre de las campanas, de enorme robustez y salientes aristas, rematada por la montera del «alcuzón», especie de tiara negra con tres coronas, que se perdía en el crepúsculo invernal nebuloso y plomizo.

Ni la Purísima de sueltos tirabuzones y traje blanco y azul, ni el san Antonio que hacía fiestas a un niño Jesús regordete, ni el san Pedro con la tiara y las llaves, ni siquiera el arcángel san Miguel, el caballero de la ardiente espada, siempre dispuesto a rajar y hendir a Satanás, revelaban en sus rostros pintados de fresco el más leve enojo contra el capellán, ocupado en combinar los preliminares de un rapto en toda regla, arrebatando una hija a su padre y una mujer a su legítimo dueño.

En el centro de la mesa, entre las caracolas, estaba otro regalo del tío Ventolera: una cabeza de mujer rematada por una especie de tiara redonda sobre los cabellos en trenzas. El barro gris estaba moteado de blancas y duras esferillas, granulaciones de los siglos y del agua salitrosa.

Tanto se dejó dominar por ella, que corrieron en Roma medallas satíricas que tenían por el anverso a Olimpia con la tiara ceñida y en las manos las llaves de San Pedro, y por el reverso al Papa peinado femenilmente y empuñando una rueca.

Bien mezquina, bien miserable. ¿No valdrá más la conquista del espíritu de esa señora que el asalto de una mitra, del capelo, de la misma tiara...?». El Magistral se sorprendió dibujando la tiara en el margen del papel. Suspiró, arrojó aquella pluma, como si tuviera la culpa de tales pensamientos, que ya se le antojaban vanos, y sacudiendo la cabeza se puso a escribir.