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Era el descanso después de la pelea por doblar el cabo, la alegría de existir luego de haber sentido el soplo de la muerte, la vida en los cafés y las casas alegres, comiendo y bebiendo hasta la hartura, con el estómago lastimado aún por la alimentación salitrosa y la piel martirizada por los furúnculos del mar.

Toda la tierra es salitrosa y esteril, solamente se hallan algunos matorrales al oeste de la entrada, que pueden servir para leña para los navios: no hay pasto para los ganados, sino es tierra adentro, que se halla algun poco en las cañadas, donde hay manantiales, ni se halla un solo árbol que pueda servir para madera.

Dicho espacio, segun noticias que confirman los Portugueses de Igatimí y lo que informó el Exmo. Sr. D. Manuel Antonio Flores, no sirven para ganados, porque no teniendo barrero, ó la tierra salitrosa, absolutamente necesaria en aquellos terrenos rojos y no calizos, no viven los animales.

Toda la costa parece que está desierta, ni hay indios en parte alguna cerca del mar, desde el Cabo de San Antonio al Cabo de las Vírgenes: porque siendo la tierra de la costa salitrosa é infructífera, no tienen de que mantenerse; y si en alguna parte los hubiera, hubieran estos navegantes visto algunos fuegos, ó humaderas en las partes donde surgieron y saltaron en tierra.

En el centro de la mesa, entre las caracolas, estaba otro regalo del tío Ventolera: una cabeza de mujer rematada por una especie de tiara redonda sobre los cabellos en trenzas. El barro gris estaba moteado de blancas y duras esferillas, granulaciones de los siglos y del agua salitrosa.

Entre las azuladas piedrecitas veíanse fragmentos de barro cocido: pedazos de asas; superficies cóncavas de alfarería, con vestigios de remotos adornos que tal vez habían pertenecido a panzudas vasijas; pequeñas esferas irregulares de tierra gris, en las que parecía adivinarse, a través de las roeduras del agua salitrosa, rostros informes, fisonomías crispadas por el paso de los siglos.

Sintió en la boca la amargura salitrosa; cegaron sus ojos, las aguas se cerraron sobre su rapada cabeza; pero entre dos olas se formó un pequeño remolino, asomaron unas manos crispadas y volvió a salir. Los brazos se dormían; la cabeza se inclinaba sobre el pecho como vencida por el sueño. A Juanillo le pareció cambiado el cielo: las estrellas eran rojas, como salpicaduras de sangre.

Llegamos al puesto de Melincué, habiendo caminado cuatro leguas por el rumbo del N. De este punto en distancia de una y media legua al NO se halla una laguna grande que toma el nombre de este puesto: la reconocimos dándole vuelta, su agua la hallamos inservible para los animales por ser muy salitrosa, poco fondo y pantanosa.

Dio precipitadamente la vuelta y se metió por un callejón que lindaba con la travesía del Puerto, desembocando en el muelle. Ofreciose de pronto a sus ojos el agua negra de la bahía, que no alumbraban la luna ni las estrellas, y donde los barcos inmóviles parecían más negros aún. Arrimose al parapeto. Una brisa salitrosa, picante, le envolvió la faz.

En Pasajes, tras de la monotonía fatigosa de las montañas reposaron al fin los ojos, viendo extenderse el mar azul, un tanto rizado, mientras los buques, fondeados en la bahía, se columpiaban con oscilación imperceptible, y una brisa marina, acre y salitrosa, estremecía las cortinillas de tafetán del coche, aventando el sudor de la frente de los cansados viajeros.