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El creía, como los hombres antiguos, que el hombre va del bien al mal; nosotros, los progresistas, creemos lo contrario: que va del mal al bien. En casos apurados, Zaldumbide era un gran piloto y hombre de un valor furioso. Sólo por los golpes del viento en la cara comprendía inmediatamente las maniobras que había que hacer.

Don Luis María de Ágreda, senador electivo, gracias al patrimonio e influencia que tenía en su pueblo, era uno de los antiguos progresistas obstinados en sobrevivir a su partido; de aquellos que ponían sobre todo la Soberanía Nacional, y para quienes la España contemporánea no produjo sino cuatro hombres de gran valer: Mendizábal, por la desamortización; Espartero, por haber vencido al carlismo; Olózaga, por haber hablado antes que nadie de los obstáculos tradicionales; y Prim, por seguir sus huellas.

¡Qué libertad ni qué calabazas!... Libertad para trabajar..., ésa es la única que nos hace falta... Caminos, puentes, fábricas, saneamientos de terrenos, ferrocarriles y puertos; eso es lo que pide nuestra desgraciada nación... La libertad que ustedes los progresistas ambicionan es la libertad de morirse de hambre... Cuando considero que si no hubiera sido por la Gloriosa nuestro ferrocarril estaría ya a punto de terminarse, me acomete tal desesperación...

Su padre, don Carlos el libre pensador, se le apareció de repente, en mangas de camisa, disputando junto a una mesa, allá en Loreto, con un cura y varios amigotes ateos, o progresistas.

En Madrid había tenido algunos duelos y en Lancia dejó de efectuarse uno entre él y cierto jefe político que los progresistas mandaron a esta provincia, por la intercesión del obispo y cabildo catedral. Al llegar a los cuarenta años, poco más o menos, casó con una señora aristócrata también, que habitaba en Sarrió. Murió su esposa al año, a consecuencia del parto.

Amaba la literatura con ardor y era, por entonces, todo lo romántico que se necesitaba para conspirar con progresistas. Lo que pudiera haber de falso y contradictorio en el carácter de don Carlos, era obra de su tiempo. No le faltaba talento, era apasionado y se asimilaba con facilidad ideas que entendía muy pronto, pero no se distinguía por lo original ni por lo prudente.

Todos ustedes saben que el local destinado en nuestro cementerio municipal y subrayó la palabra a los cadáveres no católicos, digámoslo así... Orgaz hijo sonrió. Ya , joven, ya que he cometido un lapsus. Pero no sea usted tan material. Aquel grupo de progresistas y socialistas serios miró en masa al mediquillo impertinente con desprecio.

En efecto, el frances es allí la lengua de los liberales progresistas, como el flamenco es, en lo general, la lengua del partido conservador ó «católico»; y como algun idioma habia de prevalecer en el mundo oficial para evitar la anarquía, es natural que el partido dominante haya impuesto la suya, que es el órgano del liberalismo europeo derivado de la Reforma y la Revolucion francesa.

No sabía más sino que aquellos malditos carcas eran unos indecentes que nos querían traer la Inquisición y las caenas. Había respirado aquella señora aires tan progresistas durante su niñez y en los gloriosos veinte años de su unión con Jáuregui, que no quería ni oír hablar de absolutismo.

El médico era alto, fornido, de luenga barba blanca. Vestía con el arrogante lujo de ciertos personajes de provincia que quieren revelar en su porte su buena posición social. Era una hermosa figura que se defendía de los ultrajes del tiempo con buen éxito todavía. Don Robustiano era el médico de la nobleza desde muchos años atrás; pero si en política pasaba por reaccionario y se burlaba de los progresistas, en religión se le tenía por volteriano, o lo que él y otros vetustenses entendían por tal. Jamás había leído a Voltaire, pero le admiraba tanto como le aborrecía Glocester, el Arcediano, que no lo había leído tampoco. En punto a letras, las de su ciencia inclusive, don Robustiano no podía alzar el gallo a ningún mediquillo moderno de los que se morían de hambre en Vetusta. Había estudiado poco, pero había ganado mucho. Era un médico de mundo, un doctor de buen trato social. Años atrás, para él todo era flato; ahora todo era cuestión de nervios. Curaba con buenas palabras; por él nadie sabía que se iba a morir. Solía curar de balde a los amigos; pero si la enfermedad se agravaba, se inhibía, mandaba llamar a otro y no se ofendía. «