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La insurrección de Vizcaya no inquietaba; el carlismo aragonés veía fracasar su intento en Santa Cruz de Nogueras, y los castellanos parecían difíciles de arrastrar; mas ya había fatales indicios de que la lucha sería ruda.

El carlismo se extendía y marchaba de triunfo en triunfo. En Cataluña y en el país vasco-navarro iba haciendo progresos. La República española era una calamidad. Los periódicos hablaban de asesinatos en Málaga, de incendios en Alcoy, de soldados que desobedecían a los jefes y se negaban a batirse. Era una vergüenza.

Sus impresiones, por lo general poco intensas, le mantenían igualmente alejado del entusiasmo y la apatía: su gran virtud era amar el trabajo con esa honrada tenacidad de las medianías que alcanza el envidiable nombre de constancia. Algo había, sin embargo, que le sacaba de quicio: el carlismo.

Don Luis María de Ágreda, senador electivo, gracias al patrimonio e influencia que tenía en su pueblo, era uno de los antiguos progresistas obstinados en sobrevivir a su partido; de aquellos que ponían sobre todo la Soberanía Nacional, y para quienes la España contemporánea no produjo sino cuatro hombres de gran valer: Mendizábal, por la desamortización; Espartero, por haber vencido al carlismo; Olózaga, por haber hablado antes que nadie de los obstáculos tradicionales; y Prim, por seguir sus huellas.

El año anterior, cuando la guerra franco-prusiana, había comprado Pepe un mapa, barato, en el que seguía con alfileres y banderitas las marchas de ambos ejércitos: don José, por distraerse y llevado de la atención con que consideraba el duelo entre la revolución y el carlismo, repitió el entretenimiento.

Por ventura se forjaba la ilusión de que correspondían perfectamente al ciclópeo torso y a su espíritu altanero. Preguntome por algunos personajes del carlismo que él había conocido, y dio la casualidad que siempre me había hallado algunas leguas distante de ellos. En cambio le hablé largamente del Pretendiente, a quien conocía por las fotografías, y de su esposa D.ª Margarita.

De carlismo no se hablaba en la casa, porque doña Lupe no lo consentía. Pero una mañana, los dos hermanos mayores se enfrascaron de tal modo en la conversación, más bien disputa, que no hicieron maldito caso de la señora. Juan Pablo estaba lavándose en su cuarto, entró Nicolás a decirle no qué, y por si el cura Santa Cruz era un bandido o un loco, se fueron enzarzando, enzarzando hasta que...

Según mi informe-añadió este y son informes verdaderos, procedentes del horno mismo donde se cuecen tales pasteles, la broma, susto o como queramos llamarlo, no pasará a mayores. Los patriotas sólo quieren manifestar su antipatía a Vuestras Reverencias y protestar de la protección que Vuestras Reverencias dan al carlismo.

Augusto Miquis expone con su acostumbrada originalidad una peregrina paradoja. Según él, la mejor manera de acabar con los carlistas es dejarlos triunfar, traer a D. Carlos a Madrid y plantarle en el Trono. En España, el primer paso para la ruina de una causa es su triunfo. El carlismo guerrero se sostiene. El carlismo establecido no podrá durar un mes.

Tenía miedo á su entusiasmo: podía sin darse cuenta liarse á golpes con aquel carlismo vergonzante que tanto le irritaba.