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Y esta ciudad es París. He aquí cómo este desdichado Azorín, que no quería razonar su viaje, ha acabado al fin por razonarlo. ¡Tan añejado está en él este morbo feroz que llamamos inteligencia! En el camino de Petrel a Elda, al comedio, entre la verdura de nogueras y almendros, se alza un humilladero.

Y ella decía que , mirando al amante con sus ojazos tristes, mientras se llevaba a la cara el mazo de violetas, oliéndolo con delectación. Nogueras carraspeó con insistencia llamando a Maltrana. La entrevista se prolongaba demasiado: otro día, más. Isidro cogió la mano amarillenta que ella le tendía. Adiós, Feli... Adiós, nena. Volveré. La enferma le recordó su promesa.

A cambio de su propia vida, pedía él que resucitase un instante, el tiempo preciso para besarla, para que partiese con el convencimiento de que la amaba, para salvar su cuerpo adorado de la odiosa profanación. Tardó unas dos semanas en volver a Madrid. Una mañana que entró en la villa, vio de lejos a Nogueras camino de San Carlos, y sintió la necesidad de hablarle.

Beberían cerveza. Muchas mañanas iba a la puerta de San Carlos a esperar a Nogueras. Este hacía un gesto de repulsión al verle. Sigues mal camino, chico; apestas a aguardiente. ¿Qué resuelves emborrachándote?... Maltrana contestaba con mal humor. No pedía consejos: lo que deseaba era conocer el estado de Feli.

Una noche, al salir Nogueras del Teatro de Apolo, dio con él en la acera de la calle de Sevilla. Iba borracho, más sucio y abandonado que otras veces. Adivinábase en las arrugas de su abrigo y en el abandono de sus ropas que dormía sin desnudarse, allí donde se lo permitían los accidentes de su existencia vagabunda.

Apellidábase Nogueras, y era un joven de carácter alegre, pequeño de cuerpo, con lentes de grueso cristal, que tomaba a broma los lances de la vida, como si le curase de todo espanto el diario espectáculo de las miserias y desarreglos de la máquina humana.

Y mientras tanto continuó, ¿qué hacía el general Nogueras? Figúrate, muchacho, que le habían hecho creer que Cabrera no era más que un cabecilla de mala muerte, un estudiante, un teólogo que no sabía palabra del arte de la guerra. Así que, tomando el anteojo, me entiende usted (el cura hacía ademán de aplicárselo al ojo derecho), dijo a sus ayudantes: «Muchachos: el seminarista se atreve a presentarnos batalla con los desharrapados que le siguen; es necesario darle una lección muy dura para que en su vida vuelva a ponerse delante de un general españolEn seguida, me entiende usted, da sus órdenes y dispone el ataque. Suena el toque de fuego, ¡pin! ¡pan! ¡pun! de aquí, ¡pin! ¡pan! ¡pun! de allá... ¡pom! ¡pom! suena la artillería de los liberales. La de los carlistas, callada esperando la ocasión... Los liberales parece que llevan ganada la batalla, y avanzan... En esto el general Nogueras, que seguía contemplando con su anteojo el combate, mientras charlaba y reía con sus ayudantes, se pone serio de pronto... «¡Rayos y truenos! ¿Qué es lo que veo?... ¡La vanguardia del ejército envuelta! ¿De dónde mil rayos ha salido esa tropa? ¿Qué caballería es aquélla?... A ver, uno de ustedes, a enterarse de por qué retroceden los batallones de cazadores... Que cargue la caballería... ¿Dónde está?... ¡Si tiene cortado el paso!... ¡Los planes de este seminarista ni yo los entiendo, ni el diablo que lo lleve tampoco!»... En esto llega un ayudante gritando: «Mi general, escape V. E. a uña de caballo, porque estamos envueltos y vamos a caer en las manos de CabreraEl general Nogueras, acto continuo, pone espuela al caballo, diciendo: «¡Qué cabecilla ni qué barajas!... ¡

Si no encontrase algún amigo de los que convidan a beber, ya hubiese muerto. Al despedirse del doctor dijo flojamente, con la pereza de una voluntad enferma y cobarde: Ya iré... iré cuando tenga dinero... cuando pueda llevarla algo. Creo que no morirá en seguida, que aún vivirá algún tiempo. ¿No crees lo mismo? Nogueras levantó los hombros con expresión de duda.

Nogueras lo hizo atravesar los claustros de la Facultad, subieron escaleras, pasaron otros claustros, y por fin, el médico abrió una puerta. Lo primero que vio Maltrana fue las tocas blancas de una monja, ocupada en arreglar con sus manos de cera las flores de trapo y las velillas de un altar.

Escríbeme: dime si paseáis por la plaza al anochecer, mientras suena la fuente y el cielo se va poniendo fosco; dime si salís a las huertas y os sentáis bajo esas nogueras anchas, espesas, redondas, y veis correr el agua limpia y mansa por los azarbes; dime si las campanadas del Angelus son las mismas campanadas graves y dulces que yo he oído; dime si los azahares de los naranjos se han abierto ya y perfuman el aire; dime si las palmeras mueven mansamente sus ramas péndulas en el azul intenso...