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Estos lapsus del erudito no lastimaban su reputación, porque los pocos que podían descubrirlos los consideraban piadosas exageraciones, anacronismos beneméritos, y los demás vetustenses no leían nada de aquello.

Todos ustedes saben que el local destinado en nuestro cementerio municipal y subrayó la palabra a los cadáveres no católicos, digámoslo así... Orgaz hijo sonrió. Ya , joven, ya que he cometido un lapsus. Pero no sea usted tan material. Aquel grupo de progresistas y socialistas serios miró en masa al mediquillo impertinente con desprecio.

Y repetía lo de terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido. Comprendía que allí las discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los lapsus geográficos.

Aparte de este y otros lapsus, la intriga del casamiento del «viejo» Jaccotot y su «joven» esposa no estaba mal presentada... Lo malo es que esta joven esposa, que no gustaba de su civil marido, gustaba en cambio apasionadamente de los uniformes militares... Había una guarnición en la ciudad, y madame Jaccotot, nueva mesalina, tuvo sus amoríos con todos los oficiales del regimiento de la guarnición, y luego, con una buena mitad de las «clases», cabos y sargentos... ¡Los oficiales eran 72 y las «clases» 205!

¡Oh!, , señora. ¡D. Diego es tan bueno...! Y nos trata como si fuéramos todos iguales. ¡Como si fuerais iguales! exclamó doña María con ligeras muestras de enfado. No..., vamos al decir... indiqué corrigiendo mi lapsus . D. Diego es un caballero, y nosotros unos badulaques..., quiero decir que nos trataba sin tiranía... ¡Pobre D. Diego!

El pasmo de Butrón fue grande al verse colocado reduplicativamente por aquella importuna síncopa en la rama más desacreditada de la extensa familia de los paquidermos, y apresuróse a colocar habilidosamente la regia dádiva en una moldura que, sin ocultar por completo el honroso letrero, encubriese el sangriento lapsus calami de su majestad británica.

Con frecuencia, los apodos se derivaban de alguna extravagancia en el traje, como en el caso de Dungaree-Jack, o bien de alguna singularidad en las costumbres, como en el de Saleratus-Bill, así nombrado por la enorme cantidad de aquel culinario ingrediente que echaba en su pan cotidiano, o bien de algún desgraciado lapsus, como sucedió al Pirata de hierro, hombre apacible e inofensivo, que obtuvo aquel lúgubre título por su fatal pronunciación del término pirita de hierro.