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Y por eso tiene Leto un yacht tan lujoso. Cada lunes y cada martes le zarandea por la mar. Ayer salió a media mañana, con su correspondiente pitanza, por si acaso... eso es. Pues volvió entre día y noche, como dije a usted en mi carta. Quise que subiera hoy a Peleches... pues ¡caray! casi de rodillas me pidió que no le diera comisiones de esa clase.

Con semejante temperatura, ¿quién había de tener ganas de comerse la pitanza? Por fin, a eso de las cuatro de la tarde, la refrigerante brisa marina comenzaba a correr, dilatábanse los oprimidos pechos, los dientes funcionaban despachando los humildes manjares, y le tocaba su turno a la lectura política. Leíanse publicaciones de Madrid y periódicos locales.

Tener que decir: «no hemos salido este verano» era una declaración de pobreza y cursilería que se negaban a formular los aristocráticos labios de la hija de los Pipaones y Calderones de la Barca, de aquella ilustre representante de una dinastía de criados palatinos. ¡Si al menos fueran unos diítas a la Granja, donde Su Majestad les proporcionaría algún desván en que meterse y donde podrían darse un poco de lustre, aunque sólo llevaran por equipaje unas alforjas con ración de tocino y bacalao, como los paletos cuando van a baños...! Pero no, aquel califa doméstico rechazaba indignado toda idea de perder de vista la Villa y Corte, hablando pestes de los tontos y perdidos que veranean con dinero prestado, y de los que se pasan aquí tres meses a cuarto de pitanza por el gusto de vivir unos días en fondas y darse importancia poniendo faltas a lo que les dan de comer en ellas.

Apeló al recurso de los mendrugos, llevando siempre buena provisión de ellos en los bolsillos, que se apresuraba á donar liberalmente al inhumano perro, así que le tenía cerca; mas éste, que mientras duraba la pitanza movía la cola en señal de amistad y gratitud, lo mismo era concluir, que tornaba á gruñir de un modo más cruel, sin consentir por ningún concepto que el licenciado le pasase la mano por la cabeza.

Allá son demasiados, viven en montón, estorbándose unos á otros, la pitanza es escasa y se vuelven rabiosos con facilidad. ¡Viva la paz, gabacho, y la existencia tranquila! Donde uno se encuentre bien y no corra el peligro de que lo maten por cosas que no entiende, allí está su verdadera tierra.

En el comedor encontró Julián al marqués cenando con apetito formidable, como hombre a quien se le ha retrasado la pitanza dos horas más que de costumbre. Julián trató de imitar aquel sosiego, sentándose y extendiendo la servilleta. ¿Y la señorita? preguntó con afán. ¡Pss!... Ya puede usted suponer que no muy a gusto. ¿Necesitará algo mientras usted está aquí? No.

«Todo aquello era una contradicción, pero Vetusta no estaba preparada para un verdadero entierro civil». Algunas buenas mozas, mal pergeñadas, alababan la idea en voz alta. Hubo una que gritó: ¡Así, que rabien los de la pitanza! Esta imprudencia provocó otra del lado contrario.

Los dos inválidos de la lucha con la tierra no encontraban otra satisfacción en su miseria que el excelente carácter de Rafael. Como dos perros viejos, a los que se reserva por lástima un poco de pitanza, esperaban la hora de la muerte en su tugurio junto al portalón del cortijo. Sólo la bondad del nuevo aperador hacía llevadera su suerte.

Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogación y deseo, sin atreverse aún a tomar posesión de la pitanza; a una voz de Primitivo, sumieron de golpe el hocico en ella, oyéndose el batir de sus apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su lengua glotona.

Pero en la familia hay una capellanía que ningún varón ha querido, y el tío Jeromo sacrificó de buena gana algunas haciendas para ayudar á costear la carrera á su hijo mayor y asegurarle la pitanza, ordenándole á título de aquélla, cuyas rentas, por solas, no alcanzaban á tanto.