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Desgreñada, lívida, con los ojos chispeando furia, las manos temblorosas, los dedos tiesos y esgrimidos al modo de cuchillos, la boca seca, por ser las voces que de ella salían más bien ascuas que palabras; más parecida a demonio hembra que a mujer, estaba Maricadalso en la puerta de una casa humildísima de la calle del Peñón.

¡Mi hija!... mientes.... Corro a ver.... Diciendo esto con entrecortados rugidos, Maricadalso saltó de su asiento, como azorado gato, y salió a escape. Oyéronse sus violentes pasos extinguiéndose en la escalera, como se apaga el ruido de la piedra que chocando y rebotando se precipita en el abismo.

Algunas mujeres subieron a ver el cadáver de la hija de Maricadalso, cuyo ataúd acababa de traer López. Era una muchacha bonita, cigarrera, con opinión de honrada. Maricadalso subía a su casa, lloraba junto al cuerpo de su hija, bajaba a gritar de nuevo, blasfemando, volvía a subir y a llorar.... Ya no parecía la Muerte sino la Locura cantando a su modo el Dies irae.

No se llaman defunciones; se llaman casos replicó con estúpida risa Tablas . Y podrá ser verdad lo que vuestra Paternidad dice; pero yo que anoche Gregorio Tinajas y yo, bebimos juntos una copa al salir de cierta parte, y también que le he visto hace un momento tieso y frío. ¡Se ha muerto! exclamó Maricadalso con espanto. Como mi abuelo. ¿Lo sientes ?

No como, por miedo a que entre en mi cuerpo con la comida, ni duermo temiendo que me coja en sueños y me lleve antes de despertar. Gracián se rió de estos pueriles temores, y también se habría reído el subdiácono si no estuviera muy ocupado en ahuyentar las moscas que invadían su cara. Maricadalso le vio dando manotadas.

Sus gritos pusieron en alarma a la calle toda, como las campanadas de un incendio, y por ventanas y puertas aparecieron los vecinos. ¡Qué caras y qué fachas! El gritar de Maricadalso era por momentos lastimero y dolorido, a veces amenazador y delirante.

Alargando la rama, diole un escobazo en el rostro para líbrarle de la ferocidad insectil. Confianza en Dios y no dar a esta miserable existencia mundana más valor del que tiene, son los más eficaces remedios afirmó Gracián con autorizada voz. La vocecilla ronca de Maricadalso se dejó oír. Parecía una corneja que cantaba en la propia rama de acacia.

Con mágica rapidez, todas las mujeres que rodearon a Maricadalso se asimilaron las opiniones y sentimientos de esta. El pueblo es conductor admirable de las buenas como de las malas ideas, y cuando una de estas cae bien en él, le gana por completo y le invade en masa.

En tanto veinte, treinta, cuarenta hombres subían hacia la plaza de la Cebada propagando aquel satánico evangelio de las cosas malas en el agua. Encontraron a Timoteo Pelumbres, esposo de Maricadalso y padre de la muerta. Oyó este el griterío y soltando las herramientas que llevaba, corrió presuroso a una taberna donde varios hombres disputaban.

Muchas damas de candil, vestigio envilecido de las que inmortalizó D. Ramón de la Cruz, rodearon a Maricadalso. Una harpía que grita en medio de la calle del Peñón o de otra cualquiera de aquellos barrios, tiene la seguridad de llevar el convencimiento más profundo al ánimo de su auditorio, sobre todo si lo que dice es un disparate de esos que no entran jamás en cabeza discreta.