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Lo mismo que un general que con un ejército numeroso invade un país dilatado, él ha puesto en juego allí dos o tres millones de duros. Comenzó por comprar acciones de *, monopolizó el mercado, se hizo dueño de todos los papeles, y conseguido esto, manteniendo siempre la demanda, trataba de vender a precios exorbitantes lo que había comprado a precio vil.

Allí la autoridad no invade con sus reglamentos la esfera de la actividad y del derecho individual; sin que por eso les falte una proteccion eficaz á la instruccion primaria y profesional, la beneficencia pública, las vias de comunicacion y algunos otros objetos de primer interes.

¿Pero por qué sucede que despues de un lance semejante, nos invade primero la risa y despues la tristeza? Esto sucede, porque la verdad no deja nada impune, porque no existe una evidencia más infalible que la ley moral. Esta ley nos castiga, castiga al hombre, castiga su pecado, y ¿quién no baja la cabeza ante el castigo? ¿Quién no dobla la espalda bajo el peso de los azotes?

Estos elementos, aprovechando la preocupación que invade la opinión de combatir el vicio y purificar la moral pública, en lugar de apoyar sencillamente este movimiento y de sostener su vigor justificando su utilidad para el bien mismo que persigue, emprende una campaña política que consiste en alarmar al pueblo haciéndole creer que la inmoralidad crece, que los males sociales aumentan, que la vida misma nacional está peligrando por culpa de los reformadores, a causa del nuevo régimen que impera en Filipinas desde la pérdida de la pasada soberanía.

»Pero, en fin, nuestro hombre invade de este modo el teatro y pide su asiento á los que ya están sentados en sus bancos; dícenle éstos que no lo hay para él, pero que probablemente faltará alguno de los espectadores que han pagado ya el suyo, y que espere, por tanto, hasta que salgan los tocadores de guitarra, y que entonces ocupe el asiento que quede libre.

Después de abundantes lluvias, un torrente amplio y rápido, alimentado con todos los arroyos y barrancos, desciende desde lo alto de las montañas, cae con el ruido del trueno, se lanza furioso en la llanura, la llena de espanto y de desastre, destroza, invade, devora todo lo que se opone a su paso, y, arrastrando en su loca carrera árboles arrancados de raíz, rocas y ruinas, rueda y se precipita rugiendo en el Salza.

A cada vuelta del tortuoso barranco, la inclinación y la forma del lecho cambian bruscamente: los saltos y los hoyos se suceden contrastando de un modo extraño. Encima de un grupo de arbustos enlazados por zarzas que el agua invade sólo en las mayores crecidas, se extiende un pequeño prado de algunos metros de ancho y frecuentemente bañado por las inundaciones de un momento.

El, sorprendido, la mira. No ha dicho: «su madre»; esto le sorprende al principio y luego le causa una sensación de bienestar, como no la ha experimentado nunca en su vida. Se siente penetrado de un dulce calor que le invade el corazón y no quiere disiparse.

Un calofrío de espanto me invade al pensar en lo que me espera. Y, sin embargo, me hará bien el acordarme una vez más de esos tres días y esas tres noches terribles, precisamente ahora que un sentimiento más tierno, una melancolía más dulce, parecen saturar mi corazón. ¡Atrás, atrás, todo pensamiento lisonjero que me hable de dicha y de paz!

Y es el motivo que han llegado unas señoritas napolitanas a hacer música, tarde y noche, y la gente invade la sala entre un estrépito de cucharillas y platillos y una greguería grotesca y plebeya. Yo he descubierto la mixtificación: estas virtuosas no son napolitanas; la dulce musicalidad de esta palabra sirve de reclamo para ese eterno alucinado que se llama público. Pero ¡qué importa!