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Andrés, después de hacer plato a Rosa, se sirvió también con mano larga. ¿Se acuerda usted, amigo Celesto dijo metiendo un buen pedazo en la boca, de cuando usted me compadecía por no poder comerme un plato de jamón con tomate? Hombre, es verdad repuso el seminarista levantando los ojos con admiración. ¡Parece mentira lo que usted ha cambiado, D. Andrés! Todos le felicitaron.

Una de las que más tiernamente le felicitaron por su curación fue la hermana mayor de su amigo Steimbourg. Esta amabilísima joven, que tenía costumbre de mirar a los hombres cara a cara, observó que M. L'Ambert había salido de la última crisis más hermoso que nunca. Y en realidad, parecía como si aquellos dos o tres meses de enfermedad hubiesen dado a su rostro un no qué de perfecto.

Lo enrollé alrededor del dedo herido; las señoras sujetáronlo con una hebra de seda, y sostenido de este modo por la cartulina, ya no era de temer que el dedo se doblara y la herida volviera a abrirse. Terminó, al fin, la cura, entre los gritos alborozados y los aplausos de todos los circunstantes, que me felicitaron por mis conocimientos quirúrgicos.

Eran las de Amaranta y doña Flora. Al punto me uní a ellas, y después que me saludaron y felicitaron cariñosamente por mi feliz llegada, Amaranta dijo: Ven con nosotras, tenemos papeletas para entrar en la galería reservada.

Las señoras rodearon á la novia, oculta bajo un largo velo y la felicitaron con ardor. La señorita Guichard, apoyada en la chimenea, con el empaque de una reina, recibía los cumplimientos de la parte masculina de la reunión. Era la tal una mujer alta y delgada, de cara amarillenta á la que formaban cuadro unos cabellos de un negro azabache.

Tadeo continúa: Ese es el músico H... ese, el abogado J que pronunció como suyo un discurso impreso en todos los libros y los oyentes le felicitaron y le admiraron... El médico K, ese que baja de un hansomcab, especialista en enfermedades de niños, por eso le llaman Herodes... Ese es el banquero L que solo sabe hablar de sus riquezas y almorranas... el poeta M que siempre trata de estrellas y del más allá... Allí va la hermosa señora de N que el Padre Q suele encontrar cuando visita al marido ausente... el comerciante judío P que se vino con mil pesos y ahora es millonario... Aquel de larga barba es el médico R que se ha hecho rico creando enfermos mejor que sanando...

Don Rosendo anunció que el del número próximo era mucho más interesante, y se fué. En un corro de marinos que había en el muelle le felicitaron con rudo entusiasmo y le insinuaron la idea de que la dársena estaba muy sucia y era menester dragarla. Se dragaría: ¡vaya si se dragaría! Don Rosendo se alejó gravemente poseído de su omnipotencia.

Al sentarse, sudoroso, conmovido, restregándose con fuerza el congestionado rostro, los compañeros del banco le felicitaron, tendiéndole las manos. «Era todo un orador; debía lanzarse; hablar más; tenía condiciones». Y del banco de abajo venía el mugido del ministro: Muy bien, muy bien. Ha dicho usted lo mismo que hubiera dicho yo.

Y los que no lo hicieron en verso felicitaron en prosa a los desposados, resultando que lo mismo unos que otros coincidieron en desearles «una eterna luna de miel.» Y lo mismo el periódico local que al día siguiente dio la noticia.

Y así la revolución marchó de triunfo en triunfo, justificando el pueblo filipino su poder y su resolución de librarse de todo yugo extrangero, para vivir independiente, tal como yo le había afirmado al almirante Dewey, por lo que este señor y los Jefes y oficiales americanos felicitaron calurosamente á mi y al ejército filipino por los innegables triunfos, comprobados por el gran número de prisioneros que llegaban de todas partes de Luzón á Cavite.