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No soy yo un cirujano de los vuelos de M. Velpeau, o de M. Huguier; pero trataré de hacer volver las cosas a su primitivo estado. El señorito L'Ambert levantose precipitadamente, y corrió al lugar de la lucha, seguido del marqués y de M. Steimbourg.

M. Steimbourg hallábase menos ligado con M. L'Ambert que el marqués de Villemaurin; no tenía, como éste, todos sus títulos de propiedad en el estudio de la calle de Varneuil desde hacía cuatro o cinco generaciones. No conocía a aquellos dos caballeros más que del círculo y de la partida de whist, y tal vez también por algunos corretajes que le habían hecho ganar.

M. Steimbourg creyó un deber presentar a su amigo a su familia. Condújole a Bieville, donde su padre se había hecho construir un chalet. M. L'Ambert fue recibido en él por un viejo muy verde, una señora de cincuenta años, que no había abdicado aún, y dos jovencitas extremadamente coquetas; y a primera vista advirtió que no entraba en una casa de fósiles.

Resta saber si la señorita Irma consentiría en dar su mano a un inválido con la nariz de plata. Enrique, amigo mío, ¿qué os parece? Agachó Enrique Steimbourg la cabeza, y nada respondió. Fuese a comunicar la noticia a su familia y a recibir órdenes de su hermana. Irma adoptó un gesto heroico al saber la desgracia de su prometido.

El anciano marqués de Villemaurin, antiguo capitán de la Guardia Real, y el joven Enrique Steimbourg, agente de cambio, juzgaron unánimemente que el puñetazo lo echaba a perder todo. Un filósofo turco ha dicho: «No existen puñetazos agradables; pero los puñetazos en la nariz son los más desagradables de todos

Y entretanto, el señor de Steimbourg se vestía su levita gris con botones de oro; la señora de Steimbourg, en traje de gran gala, dirigía a dos doncellas y tres modistas, que iban y venían y giraban sin cesar en torno de la bella Irma.

Y los mendigos privilegiados de Santo Tomás de Aquino expulsaban a cajas destempladas a dos o tres intrigantes, llegados de no dónde, con objeto de disputarles sus limosnas. Y M. Enrique Steimbourg, que mascaba un cigarro, hacía ya media hora, en el fumador de su padre, extrañábase de que su querido Alfredo no hubiese llegado aún.

Y los hermosos ojos de la señorita Irma Steimbourg se posaban con visible complacencia sobre la rosada nariz del dichoso millonario. Los dos jóvenes bailaron juntos todos los cotillones del invierno; por eso el mundo daba ya por descontada su boda. Una noche, a la salida del Teatro Italiano, el anciano marqués de Villemaurin detuvo en el peristilo a L'Ambert.

Animado de estos sentimientos llegó el notario a su casa de la calle de Verneuil, mientras buscaba su lacayo la dirección de los cirujanos más célebres. El marqués y Steimbourg le condujeron a su cuarto, y se despidieron de él, el uno para ir a tranquilizar a su mujer y a sus hijas, que no le habían vuelto a ver desde la víspera, y el otro para correr a la Bolsa.

Hizo las paces con el marqués de Villemaurin y con toda su clientela del faubourg, a la que había escandalizado bastante. Libre de toda inquietud, pudo abandonarse, feliz, por la dulce pendiente que le conducía, sobre rosas, hacia la dote de la señorita Steimbourg. ¡Afortunado L'Ambert! le abrió su corazón de par en par, y mostrole los sentimientos legítimos y puros que lo llenaban por completo.