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Cuando el viento azotaba las hojas y removía la tenue gasa azul que las envolvía, corría gozo extraño por todo su cuerpo, acometíanle locos deseos de volar por aquellas diáfanas regiones, imaginábase en medio de ellas solo, perdido, árbitro de surcar la inmensidad en todas direcciones, sentíase envuelto y acariciado por las olas sutiles del éter; la vista entonces se le ofuscaba; el vértigo se apoderaba de su cabeza.

Algunas de estas piedras son moradas, tan diáfanas y duras que no me queda duda son amatistas finas; y es de creer que, si en los parajes donde se hallan en la superficie de la tierra se buscasen en su interior, tal vez se encontrarían algunas de valor. En toda la provincia hay canteras de piedra para edificios, muy dóciles de labrar y de mucha consistencia para permanecer.

Tiene callejuelas tortuosas que reptan monte arriba; tiene vías anchas sombreadas por plátanos; tiene viejas casas de piedra con escudos y balcones voladizos; tiene una iglesia con filigranas del Renacimiento, con una soberbia reja dorada, con una torre puntiaguda; tiene una plaza donde hay un hondo estanque de aguas diáfanas que las mujeres bajan por una ancha gradería a coger en sus cántaros; tiene un castillo que aún conserva la torre del homenaje, y en cuyos salones don Diego Pacheco, gran protector de los moriscos, vería ondular el cuerpo serpentino de las troteras.

Yo no era cazador, ni había manejado otras armas que las de adorno en los salones de tiro; ni entendía jota de ganados, ni de labranzas, ni de arbolados, ni de hortalizas, ni pintaba ni hacía coplas; y por lo tocante a la señora Naturaleza, la de los montes altivos y los valles melancólicos y los umbríos bosques y las nieblas diáfanas, y las sinfonías del «favonio blando» entre el pelado ramaje, y los rugidos del huracán en las esquivas revueltas de los hondos callejones, vista de cerca, mejor que madre, me parecía madrastra, carcelera cruel, por el miedo y escalofrío que me daban su faz adusta, el encierro en que me tenía y los entretenimientos con que me brindaba... Y a todo esto había que añadir que el invierno con sus fríos, con sus nieblas, con sus aguaceros y con sus nevascas, estaba ya cerniéndose encima de los picachos del contorno y de la casona de mi tío... Y aunque, por misericordia de Dios, no pasara yo allí más que él, ¡sería tan largo, tan largo!... ¡Cuántos libros devorados sin sacarles pizca de sustancia! ¡cuántos chamuscones en la cocina! ¡cuánta indigestión de bazofia! ¡cuántos paseos en corto! ¡cuántas rendijas del suelo contadas maquinalmente con los ojos! ¡cuántas rúbricas echadas con el dedo en los empañados cristalejos de mi cuarto!... ¡Virgen de la Soledad, qué perspectiva!

Soberana y majestuosa paz, unida al recogimiento de la hora vespertina, se elevaba de aquellas diáfanas lejanías al cielo puro, donde apenas de trecho en trecho leves nubecillas, semejantes a copos de algodón, se esparcían tiñéndose de oro.

En cambio, las manos de esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el alabastro, si bien con leves tintas rosadas, donde cree uno ver circular la sangre pura y sutil, que da a sus venas un ligero viso azul; estas manos, digo, de dedos afilados y de sin par corrección de dibujo, parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio misterioso que tiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerza material, sobre todas las cosas visibles que han sido inmediatamente creadas por Dios y que por medio del hombre Dios completa y mejora.

Tienen la cabeza ancha, las antenas breves, los ojos saltones, las alas diáfanas. Son graves, sacerdotales, dogmáticas, hieráticas. Se reposan un momento; saludan un poco desdeñosas a los árades agazapados en las grietas; miran indiferentes a las hormigas diminutas que suben rápidas en procesión interminable.