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Entretanto, la salud de mi madre declinaba por una pendiente apenas sensible, pero continua. Llegó un tiempo en que su carácter angelical se alteró. Su boca, que jamás había pronunciado, en mi presencia al menos, sino dulces palabras, se hizo amarga y punzante; cada uno de mis pasos, fuera del castillo, fué objeto de un comentario irónico.

A medida que el sol declinaba, ascendía la tormenta pesada y amenazante, hasta que llegó un momento en que tomó vuelo, avanzó resueltamente sobre el sol enviándole una avanzada de nubes que lo velaron un poco, mientras el grueso de la tempestad proyectaba a lo lejos negras sombras que se disipaban a trechos cada vez que, del seno de las nubes, partía el repentino fogonazo de un relámpago cuya luz se mostraba por grandes claros en las sombras del suelo a la manera de los que se abren en los camalotes o en las algas que cubren aguas tranquilas cuando se arroja sobre ellos una piedra.

Llevaba la cabeza despeinada, la barba larga, su color era lívido y su mirada extraviada; a pesar del rigor de la estación, sólo le cubría una especie de túnica grosera, pujada por el viento, caía en torbellinos sobre su cabeza y un aquilón helado silbaba entre los pliegues de su ropa. Finalmente, cuando el sol declinaba, se levantó de su asiento, y se alejó con paso precipitado.

Había creído observar desde días antes, que me espiaba, y al sorprenderla esta vez casi en flagrante delito, le pregunté: ¿Qué quiere usted? Nada, señor Máximo, estaba preparando el gas respondió muy turbada. Me encogí de hombros y salí. El día declinaba. Pude pasearme en los lugares más frecuentados sin temer enojosos encuentros. Mi paseo duró dos ó tres horas, horas crueles.

Por lo dicho habia corrido en los pueblos un terror pánico y turbacion: mas, como el enemigo no solamente no se acercase á las montañas de San Miguel, sino que se declinaba de las estancias de Santa Catalina hácia el oriente, en las tierras de San Luis, mudaron de pensamiento, y siendo los primeros los Miguelistas, pasaron el bosque, se acamparon á su entrada, y enviaron fieles exploradores, que observasen con cuidado los movimientos del enemigo.

Y yo iba pensando con una tristeza tan pálida como aquel cielo asiático de octubre, en dos lágrimas redonditas que al partir vi brillar en los ojos negros de la generala. La tarde declinaba y el sol descendía bermejo como un escudo de metal candente, cuando llegamos a Tien-Hó. Las negras murallas de la ciudad se alzan al Sur, al pie de un torrente que ruge entre rocas.

Anduvimos una hora al azar, y al fin no tuve más remedio que confesar que me había extraviado, que no sabía dónde estábamos ni qué dirección había que seguir. »Magdalena rompió a llorar. »¡Figúrese usted cómo estaría yo, Antoñita! La tarde declinaba; debía ser ya la hora de comer y los dos empezábamos a sentirnos fatigados bajo el peso de los ramos que agotaban nuestras fuerzas.

Sentía también en todo lo que la rodeaba una influencia benéfica y tranquilizadora; sentíala en el silencio de aquel jardín con sus altos muros enclaustrados, en el aire puro y en el azul del cielo. En el olor de las plantas, y en la suavidad de un bello día, que ya declinaba.

Allá en lo alto se divisaba un puntito de cielo. Entonces, con las pocas fuerzas que le quedaban gritó hasta romperse la garganta. Nadie respondió. Quiso seguir, pero comprendió que ya era inútil. Un sudor frío bañaba su frente. Mirando aquel puntito claro de cielo permaneció largo rato con los ojos muy abiertos. Poco á poco aquel puntito también se fué oscureciendo. La tarde declinaba.

Era el primer día en que aquella mujer, para dar gusto á su hijo, comenzó á deletrear con el alma el idioma de la Naturaleza; y de improviso habíale dirigido aquel idioma palabras tan misteriosamente conmovedoras que penetraron al fondo de su corazón. Declinaba la tarde: el ave marina rezagada aguzaba sus remos, ansiosa de llegar á tierra y á su nido.