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Y yo iba pensando con una tristeza tan pálida como aquel cielo asiático de octubre, en dos lágrimas redonditas que al partir vi brillar en los ojos negros de la generala. La tarde declinaba y el sol descendía bermejo como un escudo de metal candente, cuando llegamos a Tien-Hó. Las negras murallas de la ciudad se alzan al Sur, al pie de un torrente que ruge entre rocas.

»Yo fuí al Yamen Imperial a hacer una severa reclamación al príncipe Tong, sobre el escándalo de Tien-Hó. »Su excelencia mostró un júbilo desordenado.

El celoso Camilloff, con el lápiz en la mano, marcó en el mapa un itinerario hacia Tien-Hó. Mostróme en desagradable entrelazamiento, sombras de montes, líneas tortuosas de ríos, dibujos ondulados de lagunas. ¡Aquí está! Suba usted hasta Ni-ku-hé, en la margen del Pei-Hó. Desde allí en barcos chatos va a My-yun. ¡Buena ciudad! Hay en ella un Buda vivo.

Desde allí a caballo, sigue hasta la fortaleza de Ché-hia. Pasa la gran muralla. ¡Famoso espectáculo! Descansa en el fuerte de Ku-pi-hó. ¡Allí puede cazar gacelas!... ¡Soberbias gacelas!... Y en dos días de camino llega a Tien-Hó. Brillante itinerario. ¿Cuándo quiere partir? ¿Mañana? Mañana murmuré tristemente. ¡Pobre generala!

Su excelencia el príncipe Tong me ha ofrecido pagar por cada uno diez mil francos, tomados de la suma que, en concepto de indemnización ha impuesto a la ciudad de Tien-Hó.

¿Para qué ir a Tien-Hó? ¿Por qué no quedarme allá en aquel amable Pekín, comiendo nenúfares en caldo de azúcar, abandonándome a la somnolencia amorosa del «Reposo discreto» y yendo por las tardes azuladas a dar mi paseo del brazo del buen Mariskoff, por las terrazas de jaspe de la Purificación o bajo los cedros del Templo del Cielo?

Porque aunque lamenta como particular la ofensa, el robo y las pedradas que mi huésped sufrió, como ministro del Imperio, ve ahí una dulce oportunidad para exigir a la ciudad de Tien-Hó, en concepto de indemnización, y en castigo de la injuria hecha a un extranjero, la importante suma de trescientos mil francos.

Mas poco a poco, el tumulto fué creciendo... Ahora acababa de espiar por un postigo, y todo el populacho de Tien-Hó rondaba en torno de la hospedería... ¡La diosa Kaonine no se había satisfecho con la sangre del gallo negro!

Mas la viuda de Ti-Chin-Fú, las mimosas señoras de su descendencia, los nietos pequeñitos... ¿los dejaría bárbaramente morir de hambre y frío en las negras viviendas de Tien-Hó? No. Esos no eran culpables de las pedradas que me tiró el populacho.

Una mañana Camilloff entró en la cancillería, donde yo fumaba amigablemente una pipa en compañía de Mariskoff y tirando su enorme sable sobre el canapé, nos contó radiante de alegría, las noticias que le había dado el penetrante príncipe Tong. Descubrióse al fin que un opulento mandarín, llamado Ti-Chin-Fú, vivía en otro tiempo cerca de los confines de la Mongolia, en la villa de Tien-Hó.