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Las piteras y chumberas, plantas rudas y antipáticas de los países abandonados, amontonaban en los bordes del camino una vegetación puntiaguda y agresiva. Sus vástagos rectos y cimbreantes, con un pompón de blancas cazoletas, sustituían a los árboles en aquella inmensidad horizontal y monótona no cortada por ondulación alguna.

Entre la apretada fila de chumberas que se extendía detrás del banco, revoloteaban los insectos, brillando al sol como botones de oro, llenando el profundo silencio con su zumbido. Unas gallinas las del ermitaño picoteaban en un extremo de la plazoleta, cloqueando y moviendo rudamente sus plumas. Rafael se abismaba en la contemplación del hermoso panorama.

A un lado alzábase la colina de San Salvador con su ermita en la cumbre, rodeada de pinos, cipreses y chumberas. El tosco monumento de la piedad popular parecía hablarle como un amigo indiscreto, revelando el motivo que le hacía abandonar a los partidarios y desobedecer a su madre. Era algo más que la belleza del campo lo que le atraía fuera de la ciudad.

Subía el rumor soñoliento de los campos hundidos en la sombra: las estrellas parpadeaban intensamente en el cielo invernal, como si el frío aguzase su fulgor. El mozo salió de la plazoleta, y volviendo la esquina del edificio viejo, anduvo por el callejón que quedaba entre la casa y una fila de compactas chumberas.

Podría volver padre, y lo que nosotros hemos de hablar requiere tiempo y calma. Vamos a dar un paseo. Y los dos emprendieron la marcha colina abajo, por la pendiente opuesta a la carretera. Bajaban por entre las cepas, a espaldas de la torre, dirigiéndose a una línea de chumberas que limitaba la gran viña por este lado. María de la Luz intentó detenerse varias veces no queriendo ir tan lejos.

Las chumberas alzaban sus muros de pinchosas palas a ambos lados del camino, y entre sus raíces polvorientas correteaban, medrosas y ebrias de sol, pequeñas bestias ondeantes, de larga cola y verde esmeralda. Por entre la columnata negra y retorcida de los olivos y los almendros veíanse a lo lejos, siguiendo otros senderos, grupos de payeses que también marchaban hacia el pueblo.

De vez en cuando deteníase para echar piedras a los pájaros o a los lagartos hinchados y negruzcos que asomaban entre las chumberas. ¡Lo que a él le importaba la muerte!... Margalida caminaba junto a su madre, silenciosa, abstraída, con los ojos muy abiertos: unos ojos de vaca hermosa que miraban a todas partes sin ver, sin reflejar pensamiento alguno.

Deseaba hablar cuanto antes para salir de su angustiosa incertidumbre. Pero el hermano se resistía a iniciar la conversación mientras pisasen aquella tierra sometida a la vigilancia de su padre. Se detuvieron en la cerca de chumberas, junto a una gran brecha que dejaba ver un copudo olivar, tras cuyo ramaje descendía el sol.

La isla, risueña e indolente en mitad de la encrucijada de los grandes caminos que llevan a África y América, parecían contemplar impasible este movimiento de la navegación mundial, mientras proporcionaba por unas horas el alimento negro del carbón a los organismos humeantes, que llegaban y partían sin conocerla; festoneada en su costa por una áspera flota de chumberas y pitas; guardando tras las volcánicas montañas de su litoral el secreto de sus ocultos valles tropicales; escalando el cielo con una sucesión de cumbres sobre las cuales flotaban las blancas vedijas de las nubes, y ostentando sobre esta masa de vellones el pico del Teide, un casquete cónico estriado de nieves, que era como la borla o botón de este inmenso solideo de tierra emergido del Océano.

El jardín del norte está plantado de olivos, de azufaifos y de nísperos del Japón. El otro es un enorme bosque de naranjos, de higueras, de limoneros, de áloes, de chumberas y de parras gigantescas que lo invaden todo, que trepan a todos los árboles y se encaraman en lo más alto. El señor de Villanera decía ayer que la vid es la cabra del reino vegetal.