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A lo lejos sonaba el cañón, y en el intervalo de sus detonaciones un chasquido de tralla, un burbujeo de aceite frito, un crujir de molino de café, el crepitamiento incesante de fusiles y ametralladoras. El fresco de la mañana cubría los hombres y las cosas de un brillo de humedad. Sobre los campos flotaban vedijas de niebla, dando á los objetos cercanos las líneas inciertas de lo irreal.

A la de buenos dientes, que riese siempre, hasta en los pésames; a la de buenas manos, se las enseñaba a esgrimir; a la rubia, un bamboleo de cabellos y un asomo de vedijas por el manto y la toca extremado; a buenos ojos, lindos bailes con las niñas y dormidillos, cerrándolos, y elevaciones mirando arriba.

Dentro de Madrid vio las calles desiertas, sin carruajes, sin tranvías, todo igualado, arroyos y aceras, por aquella capa blanca, como si hubiese llovido sal. En los lados de las calles abríanse negros senderos de barro, por los que pasaban los escasos transeúntes entre un doble muro de nieve. Los árboles parecían de algodón; blancas vedijas pendían de los balcones y los aleros.

La torre de la chimenea destacaba su obscura masa sobre el espacio punteado de resplandores; las vedijas de humo, al escaparse de su boca, empañaban por unos instantes el brillo de las constelaciones. El balanceo del barco hacía pasar las estrellas de un lado a otro de los mástiles, como luciérnagas juguetonas que saltasen entre palos y cordajes.

Mira otra vez el reloj. La una. Fué á esta misma hora dice sin preámbulo, saltando del pensamiento á la palabra para continuar un monólogo mudo . Hoy hace cuatro meses. Y mientras él sigue hablando, yo veo la noche obscura, el valle cubierto de nieve, las montañas blancas, de las que emergen hayas y pinos sacudiendo al viento las vedijas algodonadas de su ramaje.

Dos vedijas de espuma empezaron á amontonarse en ambas caras de su proa. Corría con todo el ímpetu de su marcha de superficie; pero el Mare nostrum navegaba igualmente con el impulso forzado de sus máquinas á gran presión, y la distancia entre ambos buques se fué dilatando. ¡Tiran! dijo Ferragut con los gemelos en los ojos. Una columna de agua se levantó cerca de la proa.

Veíase aquí á dos religiosos cuyas manos y antebrazos teñía de rojo el mosto; más allá otro, anciano y robusto, llevaba al hombro el hacha con que acababa de cortar grandes haces de leña; seguíale el hermano esquilador, cuya ocupación denunciaban las enormes tijeras que llevaba colgadas al cinto y las vedijas de lana adheridas al sayal.

A no ser por las vedijas negras que se escapaban de la chimenea, para quedar flotando en la calma bochornosa de la tarde, se hubiese podido creer que el buque no marchaba... Y la isla siempre a la vista, como los países encantados de las leyendas, que parecen avanzar detrás de los pasos del que huye. Un silencio de sesteo extendía su paz abrumadora sobre la cubierta inundada de luz.

En este punto elevábase otra vez la cuesta, entre arboledas y grandes edificios, y cerraba la perspectiva, como un arco triunfal, la puerta de Alcalá, destacando su perforada mole blanca sobre el espacio azul, en el que flotaban, cual cisnes solitarios, algunas vedijas de nubes. Gallardo iba silencioso en su asiento, contestando al gentío con una sonrisa inmóvil.

La seda, deshilachada en los sitios de mayor roce, dejaba escapar las vedijas de algodón de su acolchado. Pero a pesar de esta ruina y de los pantalones y botines de obrero europeo que dejaba ver por debajo de la vestidura oriental, el árabe de Siria ofrecía un hermoso aspecto. Ojeda lo reconoció: era el Emir.