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En las grandes ventanas del primer piso trepaban por jambas y cornisas unas guirnaldas formadas con anclas y delfines, testimonio de las glorias de esta familia de navegantes. Sobre sus remates abríanse enormes conchas.

Algunos de sus vecinos se levantaron, deslizándose por la gran escalera con balaustres de tallada caoba, que venía a terminar en la puerta del jardín de invierno. Abríanse grandes claros en la concurrencia. Desaparecían las gentes con discreción, en suave retirada, sin que se enterasen los demás de por dónde habían escapado.

Por primera vez se dio cuenta exacta de la soledad en que vivía. ¿Era posible continuar esta existencia de eremita? ¿Y cuando le sorprendiese la enfermedad? ¿Y cuando llegase la vejez?... A aquellas horas comenzaban las ciudades una nueva vida bajo los blancos resplandores de su alumbrado eléctrico; cortábase la circulación en las calles con la aglomeración de los coches; brillaban los escaparates, abríanse los teatros, sonaban las aceras bajo el gracioso taconeo de mujeres hermosas.

El pueblo comenzó a agolparse con su estúpida curiosidad a las puertas del palacio, y a poco una larga hilera de coches ocupaba toda la calle, suspendían un momento su pausada marcha, abríanse y cerrábanse con estrépito las portezuelas, y bajaban encopetados señorones, aristocráticos gomosos y damas elegantes; venían estas de trapillo, mirando a todas partes, entre asustadas y curiosas, y abrazaban a Currita haciendo exclamaciones de sorpresa, de indignación, de entusiasmo y de lástima.

Pasada la dura estación, una mañana abríanse las ventanas, renacían los ruidos, oíanse voces de llamada de una a otra casa; pájaros enjaulados que eran expuestos al aire libre hacían oír sus trinos; brillaba el sol, miraba desde arriba por el estrecho embudo que formaba nuestro jardincillo; los brotes de las hojas nuevas salpicaban las ramas de las plantas color de hollín.

La cola que formaban los coches frente al palacio del marqués de Butrón cogía casi toda la calle de Hortaleza, atravesaba la red de San Luis e iba a perderse en la de la Montera. Los carruajes avanzaban lentamente, parábanse un momento, abríanse y cerrábanse con estrépito las portezuelas, y corrían luego a estacionarse en la Plaza de Santa Bárbara.

Seguramente que a aquellas horas estaba amparando a Juan con su divino poder. Pero de pronto la indecisión y el miedo abríanse paso al través de sus creencias, rasgándolas. La Virgen era una mujer, ¡y las mujeres pueden tan poco!... Su destino es sufrir y llorar, como ella lloraba por su marido, como la otra había llorado por su hijo.

Oyéndola los dos hombres bajo las arcadas, sentíanse conmovidos, y sus almas sencillas abríanse a la ráfaga de poesía del crepúsculo, mientras se coloreaban las lejanas montañas con la puesta del sol, y Jerez teñía su blancura con resplandores de incendio, destacándose sobre un cielo de violeta en el que comenzaban a brillar las primeras estrellas.

Luego pasó por las avenidas de Bota Fuogo y Beira-Mar, viendo a un lado el terso azul de las ensenadas y al otro palacios y hoteles modernos con sus jardines de tropical vegetación, en los que predominaba la hoja ancha y abaniqueante. De vez en cuando abríanse en estas masas de construcciones recientes calles angostas con una doble fila de palmeras.

Dentro de Madrid vio las calles desiertas, sin carruajes, sin tranvías, todo igualado, arroyos y aceras, por aquella capa blanca, como si hubiese llovido sal. En los lados de las calles abríanse negros senderos de barro, por los que pasaban los escasos transeúntes entre un doble muro de nieve. Los árboles parecían de algodón; blancas vedijas pendían de los balcones y los aleros.