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Y Juanito sintióse feliz, en aquella temporada de Cuaresma, cada noche que cenaba con la familia, puesta de veinticinco alfileres, comiendo incómoda con la toilette de teatro y estremeciéndose de impaciencia, mientras abajo sonaban las coces del caballo contra los guijarros del patio y los tirones que daba a la galerita.

Pero al cabo fué pareciéndole pesada, y entre bromas y veras concluyó por decirle: Basta, Pepe; no abuses del físico. A los postres, el mozo les dijo que un señorito que cenaba en un gabinete próximo con una señora, bebía una copa de champagne a su salud. ¿Quién es ese señorito? ¿Le conoces? El mozo sonrió discretamente. Me ha prohibido decir su nombre. ¿Es un amigo? , señor conde: es un amigo.

El establecimiento más importante de Madrid era, según él, la taberna de Gallina, situada junto a la plaza, grato lugar de delicias, palacio encantador donde cenaba y comía a costas del empresario antes de volverse a la dehesa montado en su jaca, con la manta obscura en el borrén, las alforjas en la grupa y la pica al hombro.

Contábase en Sevilla que el conde se embriagaba a menudo, y en las juergas que corría con sus amigotes, casi toda gente soez, hacía cosas indignas de su nombre. Una noche había desnudado a las mujerzuelas que le acompañaban y las había zambullido en el río; otra vez había hecho violencia a una criada del establecimiento donde cenaba en presencia y ayudado de sus amigos.

Sacaré una copia, y le prometo que en el primer libro que escriba la publicaré, haciéndome solidario de las ideas que encierra. Los últimos acordes del Fausto, fueron arrancados al piano, á la sazón que el toque de las ánimas nos recordó que el Padre cenaba á esa hora, y por lo tanto nos dirigimos al convento. La promesa de mi amigo Pardo, no se dejó esperar.

Se comenzó a comer sin mucho ruido; todos se esforzaban en decir chistes. Joaquinito se burlaba del servicio y hablaba de Fornos... y de La Taurina y el Puerto, donde se cenaba por todo lo flamenco.

A la bendita y honesta cena de esta excelente familia no asistía nunca, desde muchos años, el señorito Melchor, que cenaba con sus amigos. Lejos de censurar esto, D.ª Laura hallaba natural que su hijo, escogido entre los escogidos, no se sentase a la vulgar mesa de sus padres. Mejor papel haría en otra parte. Ya Melchor se rozaba con literatos, diputados, artistas y empleados de cierta categoría.

Pasábamos la noche en una buena fonda que allí había, donde nunca faltaba gente alegre que jugaba a los naipes y cenaba ya tarde. También se solía bailar cuando había mujeres. Aquel sitio era delicioso. El fresco y abundante caudal de agua cristalina que traía un riachuelo se lanzaba desde la altura de unos cuantos metros y formaba una cascada espumosa y resonante.

Delante del P. Enrique no osaron interrogar a don Acisclo; pero el Padre se iba siempre a las diez de la tertulia, porque nunca cenaba, y Pepe Güeto y su mujer se quedaban a cenar todas las noches allí. La cena solía durar hasta las once, y además casi siempre permanecían de sobremesa los señores, mientras que cenaban los criados, siendo este el momento de mayor confianza y alegría.

La transacción le costó al clérigo humillarse hasta el polvo, una abdicación absoluta. Vivieron en paz en adelante, pero él vio siempre en ella a su señor de horca y cuchillo; tenía su honor en las manos; podía perderle. No le perdió. Pero una noche, cuando el cura cenaba, tarde, después de estudiar, Paula se acercó a él y le pidió que la oyese en confesión. Hija mía ¿a estas horas?