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Kate lloraba desconsolada; Miss Buteffull se había puesto el sombrero y los guantes, como si esperase la orden de marchar. No hacía Currita aquellos alardes artísticos sentimentales a humo de pajas: la noticia había corrido en un segundo por los círculos políticos y aristocráticos de la corte, extendiéndose después por casinos y cafés, tiendas y plazuelas.

Lilí, por su parte, había hecho con ayuda de Miss Buteffull, que estaba en el secreto, un marco de piel de Rusia, con flores de realce; y reuniendo ambos su trabajo, quedó completo el regalo; al pie de este, escribió Miss Buteffull con su mejor letra inglesa: «A su querida mamá en el día de su santo»; y lo firmaron ambos niños, Lilí, Paquito. ¡Oh!

El gran Robinsón extendió ambos brazos al verla, exclamando: «¡Hija mía!», y la dama se dejó caer en ellos con filial abandono, sollozando fuertemente y mostrando a sus hijos, que se agarraban asustados a la falda de Miss Buteffull, siempre tiesa e impasible.

Llegó al fin Currita, la mona Jenny, con Jacobo Sabadell, el joven Telémaco; había tardado un poquillo, pero tenía la culpa el tío Frasquito... ¡Qué risa con el pobre posma! ¡Habíase olido, sin duda, que algo se fraguaba, y presentándose a almorzar con una cara de pregunta, con un aire de sospecha!... ¡Ella le había estado tomando el pelo todo el almuerzo, hasta que al fin, para quitárselo de encima, tuvo que armarle una emboscada, un guet-apens chistosísimo!... Díjole si quería acompañarla a dar una vuelta por el Retiro con Miss Buteffull y con los niños y le envió con estos al coche mientras ella se ponía el sombrero. ¡Pobre viejo!... En cuanto volvió la espalda, escapóse ella con Jacobo por la escalera de la servidumbre, y en el coche de este habíanse venido los dos solos, juntitos, como si fuesen un matrimonio. ¡Qué delicia!...

Un decoroso reparo la detuvo de repente: el caso era grave... Tenía ella cuarenta y cinco años, once el niño, la hora de la noche era avanzada. ¿Cómo entrar sola en su cuarto?... Miss Buteffull apagó la palmatoria.

Oíalos Miss Buteffull desde su cama y comprendió al punto la causa: sin duda, nadie se había acordado en la casa de que el pobre niño había vuelto del colegio; quizá se había puesto malo de pronto; quizá habían entrado ladrones y lo estaban asesinando... Miss Buteffull, compadecida, encendió la vela de su palmatoria.

Solía entonces pasar horas enteras en la Nursery jugando con sus hijos: comíaselos a besos, llamábales sus pichoncitos, hacíales traer costosos juguetes y golosinas de todos géneros; y complaciéndose en poner en ridículo a Miss Buteffull y en decir pestes de los padres del colegio, destruía en media hora todo lo bueno que, a costa de mil trabajos, habían sembrado y podían sembrar en adelante estos y aquella en los tiernos corazones de ambos niños; porque uno de los grandes escollos en que tropiezan los esfuerzos de las personas dedicadas a la educación, consiste en la imprudente y culpable ligereza con que se complacen muchos padres en presentar ante sus hijos a preceptores y maestros, no como amigos íntimos encargados de guiar sus pasos, ni como seres benéficos que les dispensan el favor insigne de formar sus corazones y alumbrar sus entendimientos, sino como tiranos que les oprimen y mortifican, como carceleros cuya vigilancia hay que burlar con ardides y tretas más o menos inocentes.