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Y le mostró a una gitana vieja, la tía Alcaparrona, que acababa de retirar del fuego un potaje de garbanzos husmeado vorazmente por tres chicuelos, hermanos de Alcaparrón y una moza delgaducha, pálida y de grandes ojos, que era su prima Mari-Cruz. ¿Conque su mercé es ese don Fernando tan nombrao? dijo la vieja. Pues que Dios le mucha fortuna y mucha vida pa que sea el pare de los probes.

Lo anunciaba Alcaparrón con sus lloriqueos a todos los del cortijo, sin hacer caso de las protestas de su madre. ¡Qué sabes , bobo!... A otros, peor que ella, los sacó alante mi comare... Pero el gitano, despreciando la fe de la señora Alcaparrona en la sabiduría de su comadre, presentía la muerte de la prima con la clarividencia del cariño.

Pero poco después reían, cuchicheando satisfechas, al ver el mal gesto que ponían ciertas compañeras al no ser designadas por el amo o sus acompañantes. La tía Alcaparrona las reñía por su timidez: ¿Por qué no queréis dir?

El aperador, alarmado por el aspecto de la enferma, hablaba de traer un médico de la ciudad. Esto no es cristiano, tía Alcaparrona. Esa criatura se muere como una bestia. Pero ella protestaba con indignación. ¿Un médico? Eso era para los señores, para los ricos. ¿Y quién había de pagarlo?... Además, ella no había necesitado de médico en toda su vida y era vieja.

La vieja Alcaparrona, al ver al aperador, se reanimó, brillando en sus ojuelos el fuego del odio. Encontraba, al fin, alguien a quien hacer responsable de su desgracia. ¿Eres , ladrón? ¡Ya estarás contento, aperaor farso! ¡Mira ahí a la pobresita que has matao! Rafael contestó de mal talante. Menos palabras e insultos, tía bruja. En lo de aquella noche, tuvo usté más curpa que yo.

Examinaba de cabeza a pies aquel cuerpo descarnado, de una blancura enfermiza, en el que los huesos parecían tener la fragilidad del papel. Salvatierra preguntaba en voz baja por los padres. Adivinaba el remoto arañazo del alcohol en esta agonía. La tía Alcaparrona protestó. Su pobresito pare bebía como cualsiquiera, pero era un hombrón de mucho aguante.

La seña Alcaparrona, viendo a su sobrina, dos días después de la nocturna juerga, calenturienta y sin fuerzas para ir al campo, había diagnosticado la enfermedad, con su práctica de decidora de buenaventura y bruja curandera. Era el susto del novillo «que se le había quedao adrento». La pobresita decía la vieja estaba en su... pues, en eso; y ya se sabe que en tal caso los sustos son de cuidao.

En ciertos momentos sus ojos agrandábanse con expresión de espanto, como si sintiera el contacto de algo frió e invisible en las manos crispadas que tendía ante ella. La tía Alcaparrona mostraba menos confianza que al iniciarse la enfermedad. ¡Si echara la cosa maligna que lleva aentro! exclamó mirando a Rafael.

La tía Alcaparrona había sacado de bajo de sus faldas una botella de vino para celebrar su buena fortuna en la ciudad. La prole salía a sorbo en el reparto, pero la vista del vino era suficiente para esparcir la alegría. Alcaparrón, con la vista puesta en su madre, que era la mayor de sus admiraciones, cantaba acompañado de las palmas que batían en sordina todos los de la familia.

La tía Alcaparrona también bebió, y su hijo, que al fin había conseguido agregarse al cortejo del amo, pasaba y repasaba ante éste, enseñándole la dentadura caballar con la mejor de sus sonrisas. Dupont peroraba tremolando en alto la botella. Venía para invitar a su comilona a todas las muchachas de la gañanía, pero sólo a las guapas.