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Actualizado: 2 de octubre de 2025


Hizo emprender al rocín un trotecillo presuntuoso, cual si fuese un caballo de casta, y vio cómo después de pasar él se asomaban á la puerta Pimentó y todos los vagos del distrito con ojos de asombro. ¡Miserables! Ya estarían convencidos de que era difícil hincarle el diente, de que sabía defenderse solo.

Bien sabes que me tienes dominado, fascinado, y que a la postre haré cuanto me mandes, incluso arrojarme al mar. No hacía más que expresarte una opinión... Si no quieres, nada de lo dicho... Trataba solamente de evitar a Cecilia un disgusto. ¡Presuntuoso! exclamó la niña sin volverse. ¿A que te figuras que Cecilia se va morir de pena?

Respecto a las mujeres, ¡ay!... son ahora y siempre ese eterno femenino de los teatros de provincias, presuntuoso, amanerado, ficticio... A pesar de todo, entre estas damas hay dos que me interesan; dos judías de Milianah, jovencitas, que pisan la escena por primera vez... Los padres están en la sala y parecen encantados.

Mientras hablaba el hermano, el doctor, mirando el monigote de cera, tendido en la colchoneta, pensaba en el hombre sombrío, en el vasco de carácter complicado, que llenó el mundo con su nombre, siendo cada período de su vida una contradicción violenta. Primero, el soldado presuntuoso y elegante, martirizando y amputando su cuerpo por parecer bello, y perder la rudeza propia de su país.

»Y yo, al retirarme, muy avergonzado, me decía: ¡esto no es más que lo que mereces, presuntuoso! »Y he aquí que hoy, querido tío... no puedo escribirlo... Mi mano se detiene. ¡Es tal la felicidad y tan inesperada, que casi me abruma! ¡Mañana, tío, mañana te lo contaré todo! »Por la mañana tengo que ir a la granja. Volveré como a las doce, e inmediatamente haré la penosa diligencia ante mis padres.

De esa anarquía ha de salir triunfante un absolutismo, que es su objeto. Y lo conseguirá; eso es indudable. ¿Y contra quiénes se dirige el motín? Contra muchos: ya conocéis quiénes son. Los políticos que se llaman de talla, los que guían la marcha de las Cortes, los influyentes. No se olvidará al presuntuoso Argüelles ni al célebre, más que célebre, Calatrava.

El Papa, que por lo visto no pecaba de presuntuoso, quedó muy satisfecho, lo cual mostró regalando a Velázquez una soberbia cadena de oro, de la cual pendía una medalla con su efigie. Con lo que en alabancia de este retrato se ha escrito, podría llenarse un grueso tomo.

De vez en cuando oía don Simón conceder la palabra a un diputado cuyo nombre le era bastante conocido. «Vamos pensaba , ahora irá lo buenoPero tampoco le salía la cuenta, porque se levantaba una figura ruin y mal trajeada, que, con voz de grillo mal emitida, soltaba un aluvión de párrafos enmarañados que nadie se tomaba la molestia de desenredar; o un finchado presuntuoso, que entre período y período de su discurso ponía una eternidad de paseos en corto, estirones de chaleco, montaduras de lente y mares de agua con azúcar; ya un perezoso desaplomado Adán, que parecía sacar las pocas y desmadejadas frases que decía a fuerza de restregarse contra el banco y de tirar de sus bragas hacia arriba; o un mozo encanijado y presumido, que sin ciencia, sin virtudes, sin voz y sin palabra, quería convencer como los sabios y convertir como los justos; ya un osado boquirrubio, cuyo único afán era medir sus fuerzas con las de los padres graves del Parlamento, que se guardaban muy bien de replicarle; ya un viejo atrabiliario, cuyos furores causaban risa y cuyos chistes hacían llorar de compasión; ya una especie de cuáquero mugriento, demagogo impenitente, que vociferaba sobre justicia y amor al prójimo, no en nombre de Dios, a quien negaba, blasfemo, sino de una razón que parecía faltarle a él, ya que no a los que en santa calma le escuchaban.... De todo, en fin, veía y oía, menos lo que era de esperar, dada la reputación de ciertos nombres aceptados por la opinión pública, si no como tribunos de primera fuerza, cuando menos como oradores distinguidos. ¡Qué valdrían cuando don Simón se creía capaz de terciar en un debate con el más guapo de todos ellos!

Y aquel saber presuntuoso, aquellos conatos de pueril elocuencia, aquella vanidad prematura de grande hombre, eran quizás tan sólo fenómenos nacidos de esa serie de fantasmagorías que acompaña siempre á la juventud hasta dejarla á las puertas de la virilidad. Después de pensar estas cosas, se fijó en su conversación. Estaba preso.

Detrás del mostrador estaba sentada, haciendo media, nuestra antigua conocida Juana, la mujer de Simón Cerojo. Como éste, había engordado y echado mejor pellejo, y dado a su vestido cierto corte presuntuoso. Pero, al revés que en su marido, su entrecejo se había ido frunciendo, y todo su semblante agriando, a medida que la suerte fué favoreciéndolos. Porque la suerte los había favorecido.

Palabra del Dia

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