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Aquel olvido, su propia conveniencia y las exhortaciones del Padre Gracián, que había puesto en tal unión empeño particular, labraron el propósito del ilustrísimo D. Juan Bragas, y una mañanita de Julio se levantó con la cabeza fresca y dijo frotándose las manos: «Boda tenemos; esto es hecho».

Si alguna vez los ofendía momentáneamente la rigidez de su trato, contentábanse luego con oír de boca de Bragas un panegírico, cuyo epílogo era siempre tazón de chocolate ó magra de gran calibre. Elías tenía treinta años cuando marchó á la Corte. No sabemos si él, al tomar esta determinación, soñó con adquirir la gloria que los astros, por boca de un sabio, habían anunciado.

Tenía quince años cuando se celebró un consejo de familia para resolver si se le mandaba al Seminario de Tudela ó á la Universidad de Alcalá; pero al fin fueron tantas y de tanto peso las razonas de don Pablo Bragas en favor de la Complutense, que se adoptó su dictamen.

Y aclaróseme tanto en materia de ser pobre, que me confesó, a media legua que anduvimos, que si no le hacía merced de dejarle subir en el borrico un rato no le era posible pasar adelante, por ir cansado de caminar con las bragas en los puños; y movido a compasión, me apeé, y como él no podía soltar las calzas, húbele yo de subir. Y espantóme lo que descubrí en el tocamiento, porque por la parte de atrás, que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretelas de nalga pura.

De vez en cuando oía don Simón conceder la palabra a un diputado cuyo nombre le era bastante conocido. «Vamos pensaba , ahora irá lo buenoPero tampoco le salía la cuenta, porque se levantaba una figura ruin y mal trajeada, que, con voz de grillo mal emitida, soltaba un aluvión de párrafos enmarañados que nadie se tomaba la molestia de desenredar; o un finchado presuntuoso, que entre período y período de su discurso ponía una eternidad de paseos en corto, estirones de chaleco, montaduras de lente y mares de agua con azúcar; ya un perezoso desaplomado Adán, que parecía sacar las pocas y desmadejadas frases que decía a fuerza de restregarse contra el banco y de tirar de sus bragas hacia arriba; o un mozo encanijado y presumido, que sin ciencia, sin virtudes, sin voz y sin palabra, quería convencer como los sabios y convertir como los justos; ya un osado boquirrubio, cuyo único afán era medir sus fuerzas con las de los padres graves del Parlamento, que se guardaban muy bien de replicarle; ya un viejo atrabiliario, cuyos furores causaban risa y cuyos chistes hacían llorar de compasión; ya una especie de cuáquero mugriento, demagogo impenitente, que vociferaba sobre justicia y amor al prójimo, no en nombre de Dios, a quien negaba, blasfemo, sino de una razón que parecía faltarle a él, ya que no a los que en santa calma le escuchaban.... De todo, en fin, veía y oía, menos lo que era de esperar, dada la reputación de ciertos nombres aceptados por la opinión pública, si no como tribunos de primera fuerza, cuando menos como oradores distinguidos. ¡Qué valdrían cuando don Simón se creía capaz de terciar en un debate con el más guapo de todos ellos!

Como el testamento no se encontró entre los escombros, o si se encontró lo inutilizaron hábilmente Bragas y los de la curia, quedáronse en ayunas López y los señores eclesiásticos, que también tenían sus cinco sentidos en las mandas de misas y legados piadosos.

Dejando a un lado el testimonio de los presentes en aquella escena, a nosotros nos consta que antes de admitir al señor de Bragas a la gracia soberana, se le exigieron pruebas de que su adhesión no era una mentira.

Seguro estaba Bonis de que era aquel vivir suyo un rodar al abismo; que no podía parar en bien todo aquello era claro; pero ya... preso por uno... y además, en los libros románticos, a que era más aficionado cada día, había aprendido que a «bragas enjutas no se pescan truchas»; que un hombre de grandes pasiones, como él estaba siendo sin duda, y metido en aventuras extraordinarias, tenía que parar en el infierno, o, por lo menos, en las garras de su mujer y en un corte de cuentas de D. Juan Nepomuceno.

Doña Nicolasa Paredes, dicho sea en honor de la verdad, no comprendía muy bien el tuétano que encerraban las palabras de su hijo; pero agradecida á las cariñosas profecías de don Pablo Bragas, tendió un mantel y puso delante del amigo una taza de sopas en caldo gordo, que darían rabia á un teatino.

Fué á su pueblo, y al entrar en él lo primero que vió fué la venerable efigie de don Pablo Bragas, que le saludó con un pomposo arqueo de cintura. Junto á él estaban el alcalde, el cura y lo más notable de Ateca, incluso el herrador. Bragas sacó un papel del bolsillo y leyó un discurso, mitad en latín y mitad en castellano, que aplaudieron todos menos el obsequiado.