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¡Mira, o te estás quieto o te vas! dijo ella con energía . Siéntate ahí. Y le señaló la butaquita próxima al lecho. El banquero se dejó caer en ella, mirando a la joven con sus grandes ojos saltones, que expresaban temor. Eres una gatita cada día más arisca. Abusas de mi cariño, mejor dicho, de mi locura. Poseía, en efecto, uno de los temperamentos más lúbricos que pudiera encontrarse.

De esta manera se expresaban el respetable maese Clopineau, y el digno maese Labrique, y el untuoso maese Bontoux, y todos los nestores del notariado. Los jóvenes hablaban en parecidos términos, con ciertas variantes inspiradas por los celos.

Impaciente, inquieta en su asiento, como si por todas partes estuviese rodeada de púas, movía los brazos queriendo expresar con ellos una convicción más enérgica que la que expresaban los labios. «De modo que según usted, según usted, señor Nones, yo soy, yo soy... una cualquiera. Según lo que usted entienda por una cualquiera.

Estaba un poco pálida, y sus ojos, al levantarlos hacia Miguel, aunque sonrientes, expresaban una suave melancolía. ¿Cómo ha descansado V., Maximina? la preguntó. No he podido dormir en toda la noche respondió la niña. ¿Pues? No ... daba vueltas y más vueltas... y nada. Miguel sonrió admirando aquella ingenuidad.

Más adelante se queja con frecuencia de la conducta del público, y de la dificultad de que haga justicia, y más particularmente de los asistentes al patio, á los cuales, aludiéndose á la soldadesca grosera y alborotadora de aquella época, se les puso el nombre de mosqueteros por los escándalos y la algazara, con que expresaban su desagrado á los actores y á las comedias.

Si por semejante medio el hilo había llegado, no sería difícil pasar durante la noche, tinta, papel y plumas: así se hizo, y todos los días, al amanecer, mi pobre madre recogía las cartas, en las cuales los cautivos expresaban sus dolores y sus ternezas, preguntaba, aconsejaba, consolaba, en fin, a su esposa, hablándole de su hijo, de los asuntos de la casa y de sus sufrimientos.

El cleriguillo había perdido su amabilidad; sus ojuelos expresaban el mayor despecho; su labio inferior, masa informe y pendiente, le temblaba por la rabia de la contrariedad y del desengaño. ¿Está lejos esa calle, señor? ¿Está lejos? El cura miró á Clara con desdén, hizo un gesto despreciativo, y entró diciendo: , chica: está lejos, muy lejos.

Nunca como aquella tarde, después del larguísimo encierro, sintió de modo tan fuerte la tentación de la mujer. ¿Sería, en verdad, un soplo maldito ese incentivo que llegaba en las ondas del aire, ese almizcle indefinido de la hembra, que hacía temblar a los santos y contra el cual los conventos levantaban sus poderosas murallas sin aberturas? ¿No fue, acaso, el Divino Alfarero quien torneara con visible complacencia las formas de aquella ánfora maravillosa? ¿Cómo podía ser tan grande pecado gustar sus delicias? ¡Ah! ¿por qué tanto miedo y tanta pena? ¿Por qué no gozar de una bella criatura como del fruto de un árbol? ¿Por qué aquellas que le expresaban con cautelosa mirada su deseo no venían a ofrecérsele ingenuamente, una a una, como en los sueños? ¿Por qué tanto pavor entremezclado al más delicioso consuelo del mundo?

Sentada en una butaca trabajando con aguja de marfil en una colcha de estambre estaba Eulalia, cuya fisonomía semejaba notablemente a la de su papá: era también larga de cara, aguileña, de cejas pobladas y labios colgantes que expresaban un profundo desprecio a todo lo que abarcaban sus ojos: como él, tenía fruncida la frente casi siempre, lo cual daba a su rostro una expresión hostil, no muy común por fortuna en las doncellas de sus años; porque Eulalia estaba en la edad del amor, de las ilusiones, de la ternura, del rubor y la inocencia, por más que ninguna de estas cosas se advirtiesen en ella.

La voz era profunda, particularmente al terminar los períodos: al principiarlos, más gangosa que profunda. Los rostros de los feligreses expresaban aburrimiento resignado. Las mujeres, sentadas en el suelo, miraban cara a cara al cura con ojos distraídos. Los hombres de la puerta bostezaban, abriendo la boca hasta descoyuntarse las mandíbulas.