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El secretario del rajá los llevó adonde el elefante manso estaba, comiéndose su ración de treinta y nueve tortas de arroz y quince de maíz, en una fuente de plata con el pie de ébano; y cada ciego se echó, cuando el secretario dijo «¡ahora!», encima del elefante, que era de los pequeños y regordetes: uno se le abrazó por una pata: el otro se le prendió a la trompa, y subía en el aire y bajaba, sin quererla soltar: el otro le sujetaba la cola: otro tenía agarrada un asa de la fuente del arroz y el maíz. «Ya » decía el de la pata: «el elefante es alto y redondo, como una torre que se mueve.» «¡No es verdad!», decía el de la trompa: «el elefante es largo, y acaba en pico, como un embudo de carne.» «¡Falso y muy falso!», decía el de la cola: «el elefante es como un badajo de campana» «Todos se equivocan, todos; el elefante es de figura de anillo, y no se mueve», decía el del asa de la fuente.

Deja que te retrate mis ensueños de gloria, deja que su recuerdo me arrebate. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mira: tanto llegué á quererla un dia, tan loco y ciego estaba, que donde quiera que su pié ponia, su dulce huella con afan besaba.

Y algunos dieron muestras -de aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos- de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído.

¡Hermosa, , hermosa, majadero! exclamó furioso el señor de las Cuevas. ¿Serás capaz de poner tachas a un ángel? No riñamos por eso. reñiremos... No quiero que vuelvas a hablarme de Cecilia de ese modo... ¡Vaya, vaya! Bien; pues confieso que Cecilia es una chica muy linda... pero... ¿Pero qué? Pero yo no puedo quererla... porque ya quiero a otra.

Se me ocurre que ella ha sospechado. "Y yo conservo por Adriana, cosa curiosa, una simpatía íntima, mientras comprendo que toda la desdicha me viene de ella. Ya ni yo misma me entiendo. Hubiera preferido mil otras rivales. Es muy extraño que no la pueda odiar ni tampoco dejar de quererla mucho. Si ella supiera el amor mío por Julio, estoy segura que tampoco me perdería el cariño.

¿Pena? ¿remordimiento? No lo que es, ni quiero saberlo. Sospecho que será algo triste que me impida divertirme a mi gusto. No es mi negocio. Creo que la vida no se nos ha dado para sentir pena, remordimiento, sino amor, alegría. Si se desespera cuando deje de quererla, suya será la culpa.

Diga usted a Micaela que si he tenido muchas imprudencias, la bondad con que las disculpa me hace quererla más. Y a Paulina y a Pepe y a Alfredo, y a todos mi afecto.

Después tuve motivos para quererla mucho más, porque hizo usted por una cosa que no la olvidaré mientras viva, así viva mil años. No recuerdo... Pues yo lo tengo bien presente. Mi padre, como usted sabe, señorita, hacía almadreñas, y de eso vivíamos. Marchaba por la mañana al monte y solía venir á la tarde. Los jueves iba á Vegalora á vender las almadreñas.

Afortunadamente, replicó la dama, estamos seguros de que nadie la quiere mal; por el contrario, si algún disgusto hemos de prever, será de los que puedan ocasionarla los que aparenten quererla bien. ¡Está en una edad tan peligrosa! Tiene usted razón, duquesa; de los que aparenten amarla, de los que deben estimarla en más, es de quienes hay que guardarla.

La viuda, aunque su corazón sangraba cruelmente, dulcificó aún más la voz y trató de calmar a la joven, asegurándole que no se separaría nunca de ella y que estaría siempre a su lado para quererla y protegerla. Por fin, cuando creyó haberlo conseguido agregó: Pues bien, Elena, ya que este viaje te asusta tanto, todavía creo que lo podré impedir.