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¡Adiós, adiós, hasta mañana temprano! dijo Frígilis librándose de la mano trémula que le sujetaba un brazo. «¡Egoísta, pensó don Víctor al quedarse solo ; es la única persona que me quiere en el mundo... y es egoísta!». Se abrió la puerta. Vaciló un momento.... Se le figuró que del patio salía una corriente de aire helado....

Clara jugaba con su niño teniéndole en brazos, mientras éste sujetaba con sus tiernas manecitas las orejas del Fidel. Eran los grandes placeres de la gentil hermana de Reynoso, casi puede decirse los únicos.

Con el entrecejo fruncido contemplaba la llanura. ¡Tumbas... siempre tumbas! El recuerdo de Julio había pasado á segundo término en su memoria. No podría resucitarle por más que llorase. La vista de los campos de muerte sólo le hacía pensar en los vivos. Volvió sus ojos á un lado y á otro, mientras sujetaba con ambas manos el revuelo de sus faldas, movidas por el viento.

Estaba sola, completamente sola; ¿qué iba a ser de ella? Los amigos del filósofo no le sirvieron de nada. No sabían más que discutir. El capellán no apareció por allí; la muerte repentina de don Carlos olía un poco a azufre. Un día, tres o cuatro después de enterrado su padre, Ana quiso levantarse y no pudo. El lecho la sujetaba con brazos invisibles.

Se dejó caer al suelo con señales cadavéricas en el rostro. Instantáneamente, un golpe de gente acudió a levantarle, mientras otro sujetaba a la costurera. Al conducirle a la casita próxima de un aldeano, Pablo creyó escuchar confusamente los gritos de Valentina, que intentaba desasirse de los que la tenían, para rematarle, sin duda. La noticia se extendió por la romería.

Las señoras ahogaron un grito y quedaron mudas y pálidas. Las paredes del agujero eran sombrías, desiguales y destilaban agua. En cada departamento de la jaula un minero sujetaba, con su mano trémula de modorro, una lámpara. Todos, menos el director y los mineros avezados a subir y bajar, sentían cierta ansiedad en el estómago.

El toque de alborada, risueño y bullicioso, estremecía de júbilo la silenciosa aldea; las gallinas batían las alas despertándose, ladraban los perros, los puercos gruñían en su pocilga, las vacas sacudían la cadena que las sujetaba en el establo, dentro de las casas oíase rumor de pasos y conversaciones.

En medio, pues, de esta familia universal se destacaba el tío Frasquito, hacía medio siglo, viendo desfilar generaciones y generaciones, legítimas o espurias, de sobrinos y sobrinas que nacían y crecían, se casaban y multiplicaban, se morían y se pudrían, sin que, abroquelado él tras el corsé apretadísimo que sujetaba las insolentes rebeldías de su abdomen, hubiese pasado jamás de los treinta y tres años; los suyos, semejantes a las semanas de Daniel, eran años de años, aunque más complacientes que aquellas, se alargaban o encogían según demandaban las circunstancias.

La marquesa, conmovida hasta lo sumo, pareció tener entonces una inspiración repentina: desprendió sus manos de las de Diógenes, que se las sujetaba fuertemente, y dijo: Espera un poco... Voy a traértela...

Era, sin darse cuenta de ello, una mística del amor; quería sentirlo y poseerlo en espíritu, con la suave delicia del arrobamiento; y como aquella belleza que suponía funesta le sujetaba al suelo, maldecía de ella viendo en la expresión turbadora de sus ojos, en la púrpura de sus labios, y hasta en el timbre voluptuoso y penetrante de su voz, otros tantos presagios de irremediables infortunios.