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Al fin llegó a declararme que para pisar firme no tendría más remedio que apechugar con un par de almadreñas como las suyas; que lo de mi ropa, «podía pasar», y que, en cuanto al armamento, «ya se vería». ¡Vaya si tenía camándulas el mozallón!

Todo esto me lo afirmaba Lituca descubriendo las esmaltadas filas de sus blanquísimos dientes, en su lenguaje vehemente, retozón y admirativo, a la puerta del estragal y mientras sacaba sus pies, calzados con menudas zapatillas de abrigo sobre medias de color, de un par de almadreñas que parecían dos cáscaras de nuez.

En varias ocasiones se le vio de levita cerrada, sombrero de copa y almadreñas: gastaba larga melena, como un caballero del siglo diez y siete; vestía amenudo traje de terciopelo o pana con botas de montar; usaba botines cuando ya nadie se acordaba de ellos, y grandes cuellos de camisa vueltos sobre el chaleco, imitando la antigua valona.

Más arriba reconoció al leñador Rochart, con sus recias almadreñas cubiertas con pieles de carnero; en tal instante, llenaba la cantimplora y se ponía derecho lentamente, con la carabina bajo el brazo y el gorro de algodón inclinado hacia la oreja. Y no hubo más, porque para dominar todo el campo de batalla Hullin debía trepar a la cumbre del Donon, en la que be elevaba una roca.

El anciano cura vestía unos calzones anchos de pana, remendados, como los que gastan los paisanos por aquella tierra; traía en los pies almadreñas con escarpines de paño burdo, chaqueta lustrosa por el uso, y camisa de lienzo hilado por el ama, sin alzacuello ni cosa que lo valga. Era el traje de un labrador, sin quitar ni poner nada.

Pues, ¿qué? ¿No se usan todavía en nuestra península almadreñas, zuecos, abarcas y las asquerosas alpargatas? ¡Qué poco dice esto en pro de la cultura de los españoles, y cuánto de su salvajismo!

¿Qué ruido es ése? murmuró Felicita, incorporándose estremecida . Parece que clavan un ataúd. Parece que cavan una fosa. Pero eran unas almadreñas, en la calle. Felicita se tendió nuevamente en el sofá. ¿Qué ruido es ése? murmuró Felicita poniéndose en pie, transida de terror . Parece que moscardonea un enjambre de espíritus. Parece que se oyen voces del otro mundo.

A esta hora, pues, solían tropezarse algunos grupos resonantes que caminaban a toda prisa resguardados por los paraguas; las señoras rebujadas en sendos capuchones de lana, alzando las enaguas con la mano que les quedaba libre; los caballeros envueltos en sus pañosas o montecristos, los pantalones enérgicamente arremangados, rompiendo el silencio de la noche con el áspero traqueteo de las almadreñas.

Marcháronse poco después los visitantes, dejando a mi tío muy fatigado con la conversación en que había tomado, por rebeldías de su temperamento, más parte de la que debiera, y yo llevé mi cortesía en aquella ocasión al extremo de acompañar a la familia de don Pedro Nolasco hasta el pedregal en que empieza a descender la cambera hacia el pueblo. ¡Qué graciosamente pisaba Lita con sus primorosas almadreñas, y con qué donaire se recogía los pliegues airosos de su vestido, que apenas dejaban ver dos dedos de media blanca sobre el ancho y peludo ribete de las zapatillas!

Pero como el abofeteado tenía amigos en la escuela, al ver la bandera encarnada, echáronse sobre los agresores y se armó la gorda. Eso explica, lector, ese cuadro, verdadero campo de Agramante, que has visto al asomar al gran salón; por eso gimen unos, brincan otros, vocean todos, y se cruzan por el aire libros, plumas, almadreñas y tinteros.