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Por el día, las constantes lluvias del país y la severidad de su padre reteníanlas en casa limpiando las habitaciones y barriéndolas ó recosiendo la ropa blanca. En los momentos en que cesaba la lluvia, solía salir en almadreñas hacia el río ó la fuente con Pepa. Allí se juntaban algunas mozas de la vecindad con sus jarros de barro oscuro y sus herradas relucientes, y mientras la fuente llenaba con pausa las herradas, retozaban las mozas y se decían chistes toscos y cándidos.

Contra la lluvia que cae sobre ella más de las tres cuartas partes del año no se conocían entonces otros preservativos naturales que el paraguas y las almadreñas. Poco después vinieron los chanclos de goma y recientemente también se introdujeron los impermeables con capuchón, que trasforman en ciertos momentos a Lancia en vasta comunidad de frailes cartujos.

Algunas entraban hasta el medio con almadreñas, produciendo verdadero estrépito al caminar sobre el embaldosado pavimento; las más se despojaban de ellas a la puerta y las traían en la mano. Un clérigo anciano, con sobrepelliz, subió al púlpito, que estaba cubierto con paño de tisú de oro.

Allí se subió al mismo coche un matrimonio obeso que saludó cortésmente a nuestro viajero. Un hombre, calzado de almadreñas, gorro de paño negro y bufanda, que se paseaba por delante de la estación y dictaba órdenes en calidad de jefe, hizo señal con la mano, y el tren tornó a silbar y a bufar y a partir. El valle se había ido cerrando poco a poco.

Gracias al esfuerzo tenaz, incansable, rabioso de los dos cónyuges, aquello había prosperado lindamente. El tío Pacho se quebraba los riñones cercando y rompiendo terreno comunal para ponerlo en cultivo, plantando avellanos, construyendo almadreñas; la tía Agustina, su mujer, cuidando el ganado, hilando, fabricando quesos y mantecas que llevaba los jueves á vender á la Pola.

De vez en vez, transitaba una mujeruca, con el refajo de bayeta amarillo limón levantado, a modo de mantellina, sobre la cabeza, calzada con almadreñas, que levantaba en las losas un eco funerario, como si caminase sobre tumbas vacías. ¿Qué le sucedería a Anselmo? ¿Estaría enojado? ¿Sería contrario al matrimonio de don Pedrito y Angustias? ¿Habría averiguado que el anónimo al Padre Alesón era obra de Felicita? ¡Dios mío, Dios mío, qué incertidumbre congojosal Felicita lloraba silenciosamente, deseando la muerte.

Y murmurando así la tía Simona, deja las almadreñas á la puerta del estragal; cuelga la saya de bayeta con que se cubría los hombros del mango de un arado que asoma por una viga del piso del desván; entra en la cocina, siempre seguida del chico, con la cesta que traía tapada con la saya; déjala junto al hogar; añade á la lumbre algunos escajos; enciende el candil, y va sacando de la cesta morcilla y media de manteca, un puchero con miel de abejas y dos cuartos de canela; todo lo cual coloca sobre el poyo y al alcance de su mano para dar principio á la preparación de la cena de Navidad, operación en que la ayuda bien pronto su hija que entra con dos escalas de agua y protestando que «no ha hablao con alma nacía, y que lo jura por aquellas que son cruces..., y que mal rayo la parta si junta boca con mentira».

Después tuve motivos para quererla mucho más, porque hizo usted por una cosa que no la olvidaré mientras viva, así viva mil años. No recuerdo... Pues yo lo tengo bien presente. Mi padre, como usted sabe, señorita, hacía almadreñas, y de eso vivíamos. Marchaba por la mañana al monte y solía venir á la tarde. Los jueves iba á Vegalora á vender las almadreñas.

Si el pie fuera menos humano y noble que la mano, los hombres tendrían cuatro manos y los monos tendrían cuatro pies, y no que tienen cuatro manos. Por no ver mujeres con almadreñas preferiría vivir entre chinos, porque al menos los chinos conceden al pie de las mujeres más importancia que a ninguna otra parte del cuerpo.

En el cercado inmediato estaba el solariego con el traje basto y las abarcas de tarugos, segando a más y mejor un retoño que parecía terciopelo salpicado de brillantes; y detrás de él iba otro segador que por más que menudeaba las «cambadas» en»«la faja de prado que le correspondía, no lograba picarle las almadreñas. Con tal empuje y tal soltura «tiraba» el dalle el solariego.