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El secretario estaba en ascuas, y lo estuvo más cuando notó que los cuellos del solariego y su cara avinatada llamaban la atención de muchas personas. El mayorazgo, afortunadamente, no lo conocía, pues descansaba en la persuasión de que «en Madrid todo pasa». Al retirarse, al anochecer, y bajo una temperatura africana, don Silvestre se achicharraba, y quiso refrescar. Entraron en un café.

Á los quince días de echada esta carta en la estafeta del lugar, recibió el solariego esta otra en rico papel con cantos dorados: «Mi querido Silvestre: Ego sum, amigo mío, yo soy el que buscas, el que estudió contigo en la villa, el que te debe dos reales y medio y unos tirantes de goma.

Y no se vaya á creer que este agujero del bolsón patrimonial apenaba al solariego; nada de eso. Seturas pleiteaba con la desdeñosa tenacidad de todo buen montañés, para quien nada supone el bollo cuando se trata del coscorrón; lo propio hizo su padre, muerto gloriosamente de un sofocón á la puerta de la Audiencia, por llegar á tiempo á presenciar la quincuagésima-octava vista del proceso.

El singular testamento de don Manuel de la Torre fué un jirón de locura mansa que, desgarrado del noble corazón del solariego, quedó flotando sobre la cabeza inocente de su hija, como nube de un drama silencioso.

Me place lo exquisito de esa literatura, aunque se acomoda mi ánimo mejor á los sabrosos desenfados de la nuestra. Y es que adoro nuestras formas castizas, nuestro «modo de hacer», el resplandor de nuestro ingenio solariego, la gracia ingenua, socarrona y admirable de nuestros grandes escritores.

Al salir de la corralada tuvo don Simón la curiosidad de fijar la vista en la fachada del caserón. Era de piedra amarillenta, y estaba cubierto de blasones, de musgo... y de rendijas; el alero se caía, y los balcones se desmayaban. Allí no se había gastado un real en reparaciones durante muchos años. ¿Estaría don Recaredo decidido a que fenecieran juntos el solar y el solariego?

Diríase que el espíritu benigno del solariego, con la amargura de sus memorias, con la bondad de sus sentimientos, presidía aún y gobernaba las labores y las intimidades de la pudiente casa labradora.

Caí en el lecho como un tronco derribado, dudoso, en el crepúsculo de mi somnolencia, entre si me derribaban los quebrantos de mi fatigosa jornada de todo el día, o el peso de la balumba de «cosas» que me había ingerido en el cerebro adormilado la inagotable erudición del solariego.

Dicho todo esto, como quien no dice nada ni se paga mucho ni poco del valor de lo que dice, y que a Neluco y a nos había cautivado bastante más que los pedruscos mohosos de la torre, cuya importancia histórica y arqueológica no desconocíamos, se encogió de hombros el solariego volviendo la espalda al edificio, y enlazándonos a los dos por la cintura con sus brazos, nos arrastró hacia el interior de la casa, diciéndonos al propio tiempo: Ahora, enseguidita, a prepararse para la marcha, puesto que se empeñan ustedes en volverse hoy, porque los días son ya muy cortos y no hay tiempo que perder.

No imaginaba Julián riesgos inmediatos, pero presentía algo amenazador para lo porvenir. ¡Horrible familia ilegal, enraizada en el viejo caserón solariego como las parietarias y yedras en los derruidos muros! Al capellán le entraban a veces impulsos de coger una escoba, y barrer bien fuerte, bien fuerte, hasta que echase de allí a tan mala ralea.