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Estos efectos se producen sin intención ni culpa del francés, sólo a causa de su obesidad. Como los viejucos asilados, y asimismo todos los beatones que acuden allí de visita son, sin excepción, gente magra, cada vez que la hermana de los Dolores ve un hombre gordo, imagina tener ante al enamorado y malogrado Novillo, y se siente nuevamente la Felicita de antaño.

Es una debilidad disculpable, y más en el caso de Felicita, que, aunque acecinada, ama, la aman, pero no se le logra la satisfacción de sus deseos. Angustias iba a cada paso de visita a casa de la solterona, y, si no iba, la solterona enviaba a buscarla. Es público en la calle. Tu hijo iba de visita a casa de la solterona. ¿Tampoco sabías eso? Negativa muda. Pues, átame esos cabos.

Felicita cayó con un soponcio. Al recobrar el sentido, aunque casi sin fuerzas para sostenerse, pidió el abrigo, la mantilla, las botas.... ¿Qué va usté a hacer, señorita? Volar a su lado. Repare que es un hombre soltero y usté una mujer soltera, y lenguas ociosas murmuran si ustedes tienen o no tienen. Es mi prometido. No reparo en el qué dirán.

La propincuidad máxima del objeto de su amor a que Anselmo aventuraba acercarse era una distancia de cinco metros, como si al llegar allí tropezase con un obstáculo cristalino e invisible. Ahora, que esta distancia la conservaba de continuo. No parecía sino que Felicita estaba encerrada en un fanal o gran campana de vidrio.

Su sierva, Felicita Quemada.» ¡Qué tía chiflada! exclamó la duquesa .Ese Cupido es el gran enredador. Si yo pudiese, hacía con él lo que se hace con los gatos y con los bueyes.... Y soltó un ajo enérgico.

Hoy, que es día de gloria, también yo me atrevo a pedirles que me perdonen. Hace ya años, y aunque con la mejor intención, yo les he hecho sufrir. Y algo peor: yo he contribuído, con mi aturdimiento insensato, a hacer desgraciada a Angustias, quizás a don Pedrito, y, desde luego, a ustedes. ¡Bien lo he pagado! Dios me perdonará. Perdónenme ustedes. ¿Qué dice usté ahí, Felicita? No sea usté simple.

Pero ese pedazo de conversación que oímos al paso y en que suena nuestro nombre, esa carta anónima que nos felicita, ese lector entusiasta como este Bellver que estrecha rápidamente nuestra mano con efusión, con sinceridad, y luego se marcha... todo esto, ¡qué grato es y cómo compensa del trabajo rudo y las tristezas!

Felicita, a los pocos días de su doncellil viudez, fué a visitar al Padre Alesón, a fin de instruirse en lo atañedero a la regla monástica de las diversas órdenes religiosas femeninas, y también de una ridícula pequeñez, que era para ella extremo de suma importancia: los hábitos que visten cada cual.

Siéntese, sosiegue, tome algo; una taza de tila. Felicita se tendió, desmadejada, sobre un sofá; los ojos, dilatadísimos, clavados en el cielo raso. Telva. Señorita. Anda a ver cómo sigue. Señorita, si acabo de venir de allí.... Obedece. Vete a ver cómo sigue. Pregunta todos los detalles. Telva se fué, refunfuñando.

En ausencia de la duquesa, una idea singularmente brillante y afilada se había hecho presente, con viva luz y penetrante dolor, en el alma de Felicita. «Anselmo ha atrapado la pulmonía, o mejor dicho, la pulmonía ha atrapado a Anselmo...», y aquí la imaginación de Felicita se figuraba materialmente la pulmonía como un vampiro o ave nocturna que volaba en la tiniebla, entre lluvia y viento.