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Iban atravesando la trinchera, llena de muertos, levantando los pies al sentir algún objeto blando, cuando oyeron una voz ahogada que decía: ¿Eres , Materne? ¡Ah! ¡Pobre amigo Rochart, perdón! respondió el cazador inclinándose ; ¡te he tocado! Pero ¿cómo? ¿Estás todavía aquí? ... No puedo andar..., porque me faltan las piernas.

Materne enrojeció, y dirigiendo al contrabandista una mirada torva, dijo ásperamente: Puede ser; pero sin los cañonazos del comienzo no hubiéramos tenido necesidad de los del fin; el pobre Rochart y otros cincuenta hombres tendrían sus brazos y piernas, lo cual nada dañaría nuestra victoria.

Aquí los tenéis cayendo del cielo como los buitres. ¡A , los hombres rojos, a mi! ¡Acabemos con esta raza de perros! ¡Ah, ah! ¿Eres , Minau; eres , Rochart?... Y nombraba a los muertos del Donon con sangrientas burlas, desafiándolos como si estuviesen presentes; después retrocedía paso a paso, golpeando en el aire, lanzando imprecaciones, llamando a los suyos, forcejeando como en una refriega.

Aquel mismo día, por la noche, después de cenar, Luisa cogió el torno y fue a pasar la velada a casa de la señora Rochart, en la que se reunían las mujeres y las muchachas de la vecindad hasta cerca de la media noche. Allí se contaban antiguas leyendas y se hablaba de la lluvia, del tiempo, de los matrimonios, de los bautismos, de la marcha y de la vuelta de los reclutas..., ¿qué yo?

No pensábamos en nada; todas las personas que veía me eran conocidas; estaba usted, estaba también Marcos Divès, el viejo Duchêne y muchos otros ancianos ya muertos; mi padre y el abuelo Hugo Rochart, del Harberg, el tío de éste que acaba de morir, todos con anguarinas de paño pardo, las barbas abundantes y el cuello descubierto.

Y dirigiendo una mirada hacia los recién llegados, dijo: ¡Eh! ¿Es usted, señor Rochart? , yo soy; pero no quiero que nadie me toque. Prefiero acabar así. El doctor levantó una vela, le miró e hizo un gesto. ¡Vamos, amigo mío! ¡Ha perdido usted mucha sangre, y si esperamos un poco será demasiado tarde. ¡Tanto mejor! ¡Ya he sufrido bastante en mi vida! Como usted quiera. Pasemos a otro.

Pues bien; aquel día, a mediados del mes de diciembre de 1813, entre tres y cuatro de la tarde, Hullin, inclinado sobre su banco, terminaba un par de zuecos claveteados para el leñador Rochart. Luisa acababa de colocar una vasija de barro vidriado en la estufita que chisporroteaba y hacía cierto ruido triste, mientras que el viejo péndulo contaba los segundos con su tic-tac monótono.

No comprende usted esas cosa dijo la anciana con voz reposada y seria ; pero usted ¿no ha tenido nunca ideas de esta clase? Entonces, ¿cree usted en lo que ha contado Yégof? , lo creo. ¡Cómo, Catalina, usted, una mujer de buen sentido! Si fuera la señora Rochart, no diría nada... ¡Pero usted!

Más arriba reconoció al leñador Rochart, con sus recias almadreñas cubiertas con pieles de carnero; en tal instante, llenaba la cantimplora y se ponía derecho lentamente, con la carabina bajo el brazo y el gorro de algodón inclinado hacia la oreja. Y no hubo más, porque para dominar todo el campo de batalla Hullin debía trepar a la cumbre del Donon, en la que be elevaba una roca.

¡Bah! ¡Yo haría como Rochart! exclamó Frantz ; acabaría de una vez. Tiene razón el viejo: cuando uno ha cumplido su deber, ¿por qué ha de tener miedo? ¡Dios es justo y lo ve todo! En tal momento, el ruido de unas voces fue elevándose a la derecha de los interlocutores. Son Marcos Divès y Hullin dijo Kasper, después de prestar atención.